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El hundimiento inopinado de un área urbana de Bogotá, en la calle 98 con carrera 11, ha permitido regurgitar una serie de explicaciones y especulaciones sobre lo que está pasando en la capital. Se han grabado en el muro de las realidades, el derrumbe en la precaria Avenida Circunvalar, las calles multiplicadas con cráteres de Libro Guiness, la imposibilidad de ‘reparchar’ o repavimentar durante un tiempo razonable la Autopista Norte y la Troncal Caracas, y un estado general de zozobra en el pavimento y la malla vial. Todo lo anterior conlleva a una angustia vital, y a una pérdida visible de la calidad de vida, que no amainan las estadísticas publicitadas de estos cuatros años de administración Moreno – Clara, ni las diagramadas separatas de la Alcaldesa.

Al invierno que nos trajo La Niña, ya culpado de enlodar el gobierno del Presidente Santos, le cabe gran parte de la responsabilidad del deterioro creciente de la ciudad. Tal vez nunca, para los que estamos aquí desde 1950, había llovido tanto en Bogotá. En el país. Pero la magnitud de esa debacle puede opacar otras razones de colapso estructural de la capital, habidas en buena parte a estar construida sobre agua y a haber sido tratada como saco de boxeo: a los golpes.

En su origen, la Sabana de Bogotá era un gran lago. La desaguó Bochica por el Salto del Tequendama, pero el terreno siguió siendo acuoso, inestable. Gonzalo Jiménez de Quesada observó ese mar verde, y desde lo que hoy es la Plazoleta del Chorro de Quevedo, él y sus sucesores se lanzaron a hacer una ciudad robada al agua. Al comenzar el siglo XX, el área ocupada por lagos y humedales alcanzaba en la Sabana las 50.000 hectáreas. Se taparon los ríos dispersos que bajaban torrentes desde las montañas, se sembraron árboles foráneos para que se chuparan el agua que adoraban los muiscas, fuente literal de sus dioses, mitos y leyendas. Se construyó sobre humedales y sobre lagos como el Gaitán y el Luna Park. Se profanó ese ecosistema sin piedad.

El Río Bogotá, y sus afluentes, han los visibles dolientes de haberle dado la espalda al agua. En sus 380 kilómetros que recorre desde el Páramo de Guacheneche, es una cloaca itinerante. A su paso desnuda la miseria, la falta de planificación, el peso del subdesarrollo, la plétora de administraciones, gobiernos y funcionarios corruptos. Sus desbordes de hoy en Chía, la ciudad de la Luna, han sido previsibles desde siempre, y siempre ha sido evidente el riesgo de universidades y urbanizaciones de lujo que se construyeron por debajo de su cota. ¿Quién autorizó? ¿Quién permitió la desgracia anunciada?

El crimen imperdonable de haber traicionado al agua, de haberla desconocido como protagonista fundamental y básico de cualquier tipo de desarrollo urbano y por supuesto, cultural, en Bogotá, hay que adobarlo con otras desgracias. Hay un atraso secular en la adecuada construcción de la malla vial, alcantarillas rebosadas de agua y con alrededores desgastados por el tráfico infernal que se ha apoderado de la ciudad.

En el sector desastrado por el colapso del edificio, es evidente la secuela de este último factor: un transporte público desorganizado, para el que el costoso y bonito puente de la Calle 100 con 15, no representa ninguna solución, y la avalancha del carro particular. Vamos a terminar 2011 con una orgullosa factura de la industria automotriz –-300.000 carros nuevos vendidos, el 50% por lo menos, en Bogotá–, y el patatús de la ciudad mal planificada y densa, que no apostó a la región, al concepto metropolitano, a la construcción de ciudadelas que redujeran el desplazamiento, y prefirió crecer agazapada, cambiando lotes de casas por edificios con infraestructuras abusivas de parqueaderos y servicios.

Así, pues, estamos pagando muchas cosas. Pero particularmente una, que de haber previsto, como se hizo en otras partes del mundo, nos hubiera ahorrado mucha miseria presente y futura: no realizar una alianza con el agua, no respetarla, no convivir armónica y creativamente con ella, no salvaguardarla. Ella, que tiene memoria, vuelve por lo que le pertenece. Y ya no tenemos a Bochica sino a Petro.

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PERFIL
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Carlos Gustavo Álvarez G. nació en Bogotá en 1957. Es periodista, escritor, libretista de TV, asesor de comunicaciones y compositor. Se ha desempeñado como Director de Elenco, Editor Cultural y Editor Dominical de El Tiempo, Editor de revista Credencial y Subdirector de Cromos. Entre otros, escribió los libretos de la comedia "Don Camilo" y de la telenovela "Calamar", y con Bernardo Romero Pereiro (q.e.p.d.) creó al personaje "Guri Guri". Entre sus libros están: Bogotá de memoria, Paisas en Bogotá, La Vuelta a Bogotá en un poco más de 500 años, Angelita, Historia de una voluntad y En boca cerrada. Ha compuesto dos CD de canciones: "Son de Colombia" (2009) y "Tu amor" (2010) y "Palabras de amor", que circuló con "En boca cerrada". Ha sido columnista de Elenco, Lecturas Dominicales, El Tiempo, El Colombiano y en 2011 cumplirá siete años como columnista de Portafolio. Su página web es: www.carlosgustavoalvarez.net

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