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Los derechos políticos que la ciudadanía otorga a los colombianos les sirven para elegir y ser elegidos, pero en ninguno de los dos casos para hacerse responsables de su elección. Los segundos se van para sus cargos, unos, algunos, al ejercicio de un verdadero servicio público, sin el ánimo de llenarse las alforjas o de imantar las conexiones privadas que les asegurarán la chanfa con quienes regulaban en el pasado inmediato. Unos y otros, por exceso o por defecto, pasan a formar parte de esa masa aborrecida y conocida como “la clase política”.

 

Los electores, minoritarios siempre en el contexto del universo potencial de votantes, volvemos con el dedo entintado a nuestro confortable ámbito privado, y les dejamos el manejo de lo público a los que elegimos. Tal vez porque así entendemos eso de la democracia representativa, una especie de “delegación”, sin control, manifestación ni participación en el gobierno. Otro tema para considerar en el aniversario número 20 de la Constitución del 91.

 

Por esa indiferencia, pasan cosas como el carrusel de la corrupción, que destapa sus alcantarillas como cartas marcadas. Y también el fracaso de las denominadas “consultas”, un muy costoso ejercicio de democracia vaciada de ciudadanos.

 

Pasa en Colombia y en otras partes del mundo. Las personas usamos la ciudadanía como un traje prestado, que nos ponemos de acuerdo a las conveniencias. Nos ataviamos con ella para reclamar derechos –-a la propiedad, a la libre expresión, al bienestar, a la seguridad económica–, pero la dejamos en el closet al momento de concretar el deber de vigilar a nuestros gobernantes, de expresar pública y colectivamente nuestro aprecio o nuestro rechazo a sus acciones, de hacer realidad esas figuras literarias que unos denominan “el colectivo” y otros “la sociedad civil”, y que casi siempre son facciones más o menos organizadas para reclamar derechos particulares.

 

Derechos particulares de grupos que son, a su vez, la suma de los derechos individuales, los que realmente importan. Es muy frecuente escuchar, sobre todo en los órganos legislativos, que causas que eran aparentemente sólidas como colectivas, se van al traste quebrantadas por el beneficio individual negociado por debajo o por encima de la mesa.

 

El asunto de habernos conformado con ser ciudadanos formales y no ciudadanos sustantivos, está desocupando a las democracias de su esencia. Los gobernantes se pellizcan ante las denuncias que destapan los medios de comunicación, pero es un asunto que no concierne a los ciudadanos, sino a los oyentes, lectores o televidentes, que son otra cosa y que se consumen de indignación en la soledad de sus audífonos, en la privacidad de sus pantallas.

 

El sociólogo Richard Sennett ha materializado esa noción de renuncia, indiferencia, ausencia o decadencia, en su reciente libro “El declive del hombre público”. La hegemonía de la vida privada nos ha alejado del interés público. Y no hacemos nada que tenga que ver con la vida pública, los dineros públicos, los servicios públicos, el espacio público. Es decir, nada coherente, nada más allá de escaramuzas de piedra en las que medran los anarquistas, nada sostenible, ni siquiera una reacción como la de los “indignados” de España, que muchos ya clasifican como una pataleta sin ideario.

 

Que los ciudadanos volvamos a tener vida no es una condición única para la protesta. Aunque ahora todo es “histórico” –-a los comunicadores se nos pegan ciertas palabras cada cierto tiempo–, las tareas desarrolladas por el actual gobierno son tan significativas, que ya deberíaramos haber salido a las calles a apoyarlo, a decirle con nuestras presencias que estamos de acuerdo con eso, que por ahí es la cosa. Y lo de la corrupción, en la salud, por ejemplo, es tan escandaloso y lamentable, que hace rato pacientes y médicos debimos haber hecho un plantón en las ciudades, para refutar la práctica de ese robo.

 

Ojo: no se trata de ser sediciosos. O subversivos. Simplemente, ciudadanos. ¡Ciudadanos de verdad! No continuar considerando esta patria como un país ajeno, sino como una tierra propia. Que nos da muchos derechos y a la que le estamos poniendo conejo con los deberes. Mientras otros se la guardan en sus bolsillos o se la tragan a mordiscos.

 

 

 

 

 

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PERFIL
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Carlos Gustavo Álvarez G. nació en Bogotá en 1957. Es periodista, escritor, libretista de TV, asesor de comunicaciones y compositor. Se ha desempeñado como Director de Elenco, Editor Cultural y Editor Dominical de El Tiempo, Editor de revista Credencial y Subdirector de Cromos. Entre otros, escribió los libretos de la comedia "Don Camilo" y de la telenovela "Calamar", y con Bernardo Romero Pereiro (q.e.p.d.) creó al personaje "Guri Guri". Entre sus libros están: Bogotá de memoria, Paisas en Bogotá, La Vuelta a Bogotá en un poco más de 500 años, Angelita, Historia de una voluntad y En boca cerrada. Ha compuesto dos CD de canciones: "Son de Colombia" (2009) y "Tu amor" (2010) y "Palabras de amor", que circuló con "En boca cerrada". Ha sido columnista de Elenco, Lecturas Dominicales, El Tiempo, El Colombiano y en 2011 cumplirá siete años como columnista de Portafolio. Su página web es: www.carlosgustavoalvarez.net

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