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Bogotá y las autoridades que la han gobernado, incluso los encargados de su planificación, si han existido, eligieron un modelo de desarrollo de ciudad densa y compacta, que está a punto de colapsar. El asunto se torna más grave al considerar que la actual administración ha elegido romper la densificación por iniciativa privada y para estratos altos, y se propone construir 35.000 apartamentos para los más pobres, en el llamado “Centro ampliado” y en tierras compradas y dotadas de servicios por el Distrito Capital. Queda descartado el modelo de desarrollo de áreas metropolitanas y golpeada la estructura de Ciudad – Región, en la que tanto tiempo y tanta letra han invertido estudiosos como el ex alcalde Jaime Castro.

Imbuidos en la golosina mediática que soltó el Alcalde Petro sobre las zonas para consumo de droga, no nos sacuden ni conmueven los datos que nos espetó El Tiempo un día antes del cumpleaños de la ciudad. La radiografía de la densidad y la compactación está dada por la demolición diaria de tres casas y la construcción, cada hora, de seis nuevos apartamentos. Localidades como Chapinero tienen en los edificios el 99 por ciento de sus viviendas. En barrios de esa división administrativa –como Chicó, Antiguo Country y Marly–, en los más recientes 10 años se duplicó el número de edificios y se tumbaron 277 casas.

En Chapinero y Usaquén la pica barrió 1.073 casas. Sobre sus terrenos, reventando la infraestructura, se erigieron 75.165 apartamentos. De hecho, en la ciudad, quedan 888 mil casas. Se están volviendo una rareza preciada, como en El Nogal, donde el Catastro censa 28 viviendas insulares y supérstites. Metidos en edificios, como colmenas, los habitantes nos hemos ido concentrando, hasta alcanzar una densidad que hoy bien puede superar los 400 habitantes por hectárea. Hay calles realmente inviables como la 92 y zonas en estado de colapso, como Cedritos.

Someter a este pequeño pedazo de la bella Sabana que acoge a la Bogotá urbana a la sobrepoblación, la saturación estructural y el hacinamiento era un remedio peor que la enfermedad de la concentración demográfica. Tal vez se hizo por proteger áreas agrícolas. O como lo denunciaba Enrique Peñalosa, porque los terratenientes sabaneros protegieron extensos predios baldíos en busca de valorización, de compradores pudientes que podían esperar cuanto les diera la gana.

Pero además, la densificación y la compactación se hicieron mal. Sin planificación ni orden. Sin marcos legales. Viviendo la vida loca en la entrega de las licencias de construcción y con una dudosa acción de las Curadurías. A espaldas y cogiendo el POT a puñaladas. Como bien lo dice el actual Secretario de Planeación Gerardo Ardila, “La ciudad tomó desde hace unos años un camino equivocado, que si bien parece optimista a corto plazo, porque la ciudad está creciendo, a largo plazo es insostenible. No existe un crecimiento indefinido en un mundo finito, y menos uno desordenado como el que se ha dado en Bogotá en los últimos años». Ardila hace parte de los que creemos que la ciudad está llegando a su tope, y que ya hay varias señales de colapso.

Haberle metido esa cantidad de carros a las mismas calles saturadas de edificios, ha producido el trancón que padecemos y que menoscaba la productividad de la ciudad. Eso de gastar una hora o más para recorrer 10 infelices kilómetros acaba con todo: carro, genio, convivencia, etc.

La ciudad ha comenzado a oler mal. No sólo por sus contaminados cuerpos de agua convertidos en cloacas. La infraestructura del alcantarillado está saturada y las emanaciones son el regalo nauseabundo de cada día. No se salvan de ella los más exclusivos centros comerciales, donde hay que taparse la nariz para entrar a los baños o a determinados lugares. El mal olor recorre como hálito de peste, conjuntos residenciales y oficinas, colegios –-algunos de ellos en verdaderas emergencias sanitarias por la precariedad de las instalaciones y el mal uso que de ellas hacen los estudiantes–, y tantos otros lugares urbanos. Hay quienes se preguntan a dónde están yendo a parar las aguas negras vertidas, y si cada persona, al descargar el agua de su sanitario, no estará generando una catástrofe ecológica en algún punto de la Sabana o debajo de su propio lugar de habitación.

La calamidad del agua en Bogotá está anunciada, como bien lo señaló otro reciente informe de El Tiempo. Puede que tenga mucho que ver con fenómenos meteorológicos, pero también corresponde al modelo de ciudad que elegimos. Con el agua colapsa el alcantarillado, y eso contribuye, entre otras cosas, a que Bogotá se esté hundiendo (Ver, La venganza del agua, 19.11.2011, http://www.portafolio.co/opinion/blogs/507-palabras/bogota-la-venganza-del-agua).

Hay quienes dicen que el crecimiento vertical no es problema, siempre que se haga con orden y control. Pues eso no se hizo, y ya es tarde para apreciar las bondades de la alternativa, que podría ser viable en otra ciudad, bajo otro sistema, en otras condiciones más serias de administración pública.

Puede sonar apocalíptico, pero la cuenta regresiva para que Bogotá entre en crisis ha comenzado. ¿Servirá la propuesta de POT que, según dice, la administración entregará en noviembre? Ojalá. Porque el futuro urbano de la capital se ve cada vez más negro. Más negro que las aguas sucias que corren bajo nuestros desentendidos pies.