Hace once años, al terminar la administración de Enrique Peñalosa, una nueva ciudad se instaló entre los habitantes de Bogotá. La conformaban, entre otros elementos, parques, alamedas, andenes para los peatones, mobiliario decente y funcional, colegios, plazoletas y toda la infraestructura del sistema TransMilenio, que no es solo un medio de transporte sino el más impactante renovador urbano.
En la base de ese modelo de ciudad, que era en realidad una nueva propuesta de vida, tan importante como el asfalto y el ladrillo, tan contundente como los buses articulados y la red de TransMilenio, estaba la Cultura Ciudadana. Era ella, la forma de comportarse de los habitantes frente a su ciudad y de relacionarse entre ellos, la que sostenía el éxito del paradigma. Había que trabajar en ese instrumento de convivencia, mucho e interminablemente, como lo concibió la segunda administración de Antanas Mockus.
Porque la cultura ciudadana, además de emplazar y permitir el funcionamiento de esta urbe novedosa, tenía que derrumbar un atavismo de malas prácticas. En la mente colectiva anidaban agentes conductuales perniciosos, como las soluciones expeditas del atajo y la trampa, la ley del más vivo, la opción de resolver los conflictos por la vía del enfrentamiento y no del acuerdo… Todo lo anterior lastrado por los vicios del meimportaunculismo, el poder y el “es-que-usted-no-sabe-quién-soy-yo”, que vuelven las relaciones ciudadanas y vecinales un juego de poderes fácticos y fatuos.
Como un triqui mayúsculo, la ciudad se llenó de rayas. Blancas las cebras, amarillas las cruces en las intersecciones viales… Los andenes determinaron unos desniveles propicios, para que la gente abandonara la maña de pasar la calle por donde se le diera la gana. Hubo vistosas propuestas para enseñar a usar los nuevos artefactos, para modificar la complicada cabeza de los colombianos cuando tienen que convivir. Pasaron mimos y comparsas… Pasaron.
La cultura ciudadana, que era al mismo tiempo zanahoria y garrote, que implicaba el ejercicio enfático de pedagogía y castigo, ha perdido la apuesta en Bogotá. En parte gracias a que las dos más recientes administraciones convirtieron ese eje en paisaje, en tarea secundaria o la eliminaron definitivamente del mapa. Los ciudadanos ansiosos y afanados en esta urbe insolente han vuelto a la jungla.
Los carros recuperaron los andenes, hoy deteriorados e invadidos, entre otras razones porque para los agentes de Policía eso no merece sanción. La muerte de peatones se ha disparado por la imprudencia y la negativa a usar el camino adecuado de los puentes peatonales. Los automóviles se detienen en las cebras, en las cruces amarillas. La ciudad está desordenada y caótica. Y el sistema TransMilenio amenaza cada día con colapsar por razones técnicas, por su orfandad de Cultura Ciudadana.
No sé qué planes tenga la nueva administración para recuperar este elemento vital y evitar el desastre que significa su inexistencia. Ojalá sea consciente de que sin Cultura Ciudadana, Bogotá puede pasar de ser la capital modelo a convertirse en la ciudad perdida. Y confirmar que está peor de lo que todos pensábamos.