Uno de los sucesos económicos del año 2011 se ha venido configurando desde enero, y todo parece indicar que en diciembre nos va dejar con la boca abierta. Se trata de la venta de carros, que ya se calcula en 355.000 y que en marzo completó 32.320 unidades, para cerrar un primer trimestre con 78.618 rodando por el país pero concentrados en Bogotá. La Asociación Colombiana de Vehículos Automotores, que lleva el paradójico mote de “Andemos”, considera que vivimos una fiebre del carro nuevo, entre otras razones, por los cómodos sistemas de financiación y la prosperidad de los ingresos, y porque “el uso del vehículo particular no es un lujo sino una necesidad de la gente para transportarse y suplir otras necesidades de movilidad”. Saulo Arboleda, presidente de Asocar, considera la cifra de marzo como “fantástica” y eso parece refrendarlo que el trimestre mencionado es una cúspide en la historia de la venta de vehículos en Colombia.
Nadie pretende aguar esa fiesta, pero es claro que esa bonanza se está convirtiendo en una pesadilla para las ciudades y para los mismos propietarios, zaheridos de impuestos y restricciones para disfrutar de su juguete como se lo merecen. José Clopatofsky, en reciente editorial de Motor, se preguntaba: ¿Dónde vamos a meter todos esos automóviles, si ya no caben ni en las calles y carreteras actuales? Y concluía, y en eso estamos de acuerdo, que no podemos echarle la culpa al carro. Es claro que se trata de un proceso propio del desarrollo, de ver cómo mejora la situación económica de muchas personas, lo suficiente para vender más de 1.000 carros nuevos y 1.600 usados cada día.
Pero el carro le plantea a las ciudades y las naciones una de esos dilemas propios de la economía capitalista, del modelo consumista de vida y del papel del Estado como regulador del crecimiento social. No recuerdo si Alvin Toffler, desde sus primeras reflexiones en “El shock del futuro”, se planteó si el carro conduciría a la civilización a una encrucijada por una sencilla razón: porque las sociedades no asumen o no pueden asumir su venta masiva con un conjunto de medidas que permitan que esa gallinita de los huevos de oro no mute en Armagedón.
El carro, tal como lo concebimos, es una conquista del bienestar individual sobre el interés colectivo. En ese sentido, ninguno puede sacar el cuerpo al decir que no compró su primer pichirilo, lo que fue el Renault 4 para el columnista, porque es más grato, cuando se puede, pagar cuotas que embutirse en una buseta o incluso en el ventajoso TrasMilenio. La felicidad personal abre la puerta de una agonía colectiva, pues la sumatoria lineal de carritos es una sumatoria de individuos, ya que en ellos no suele viajar nadie más que el íngrimo conductor. Son pura fantasía esos paseos colectivos y solidarios de familiares y vecinos, a los que nos iban a llevar medidas como el “Pico y Placa”. Por el contrario, ha servido sólo para que se vendan más carros y se pierda el efecto de la restricción, sin la cual, otra paradoja, tampoco podríamos rodar a la velocidad de quelonio que lo hacemos ahora.
El carro y las calles libran también un juego de culpas, de primogenitura en la generación del problema. Los propietarios de automóviles achacan el trancón a la precariedad de las calles, que además, y según la queja de “Andemos”, han sido reducidas patéticamente para darle vías al transporte público. Los urbanistas ponen el ojo en el número de carros, para cuya avalancha no fueron concebidas ni en el mejor de los casos las ciudades más futuristas. Así, obras tan bonitas e imponentes como el puente de la calle 100 sobre la carrera 15 en Bogotá, de próxima inauguración, terminará sosteniendo un trancón de vehículos, pues el flujo está limitado al oriente por el semáforo de la Carrera Novena y al Occidente por el rojo de la Carrera 19, ambos tributados de autos por otras arterias, como ya pasa con el aparatoso puente de la Calle 100 sobre la Autopista del Norte.
Con el aumento del número circulante de carros galopa otro problema: el parqueo. Las calles se congestionan de vehículos estacionados, que han vuelto a conquistar hasta los bonitos andenes que otras administraciones consagraron como peatonales. Se atesta la vecindad de los conjuntos residenciales, que ya no tienen donde parquear tanto vehículo que ha terminado durmiendo en andenes y zonas verdes, expulsando sin pudor a los bípedos. Y está el asunto de las motos.
Hay que hacer algo, pensarlo seriamente, proceder. Porque cada mes, mientras se lanzan las serpentinas de la celebración de ventas, las ciudades se van haciendo más y más caóticas y atascadas. Con el trancón se pierde productividad y se corrompe la cultura ciudadana, estragando primero el genio de las personas, que terminan graduándose de energúmenos. Hay que hacer algo, digo, porque el propietario del carro merece también disfrutarlo, amén de pagar impuestos, sufrir restricciones y sufragar la gasolina más cara del mundo, cuyo reajuste verídico de precio viene promoviendo el congresista Luís Fernando Velasco, con argumentos que vale la pena consultar en http://www.youtube.com/watch?v=A3wK6MoWCR4&feature=player_embedded
Reflexiones:
1. ¿Cuándo habrá verdaderos semáforos para peatones en Bogotá? Muchos de los que existen (ejemplo, Calle 72 Carrera Séptima) se ponen en verde simultáneamente para los peatones y para los carros que cruzan. ¿Resultado? Los peatones tienen que esquivar a los autos, que a su vez se trancan mientras pasan los peatones. ¿Si concibiéramos que el hombrecito del semáforo se ponga en verde en forma autónoma y dé paso a los peatones únicamente, mientras los carros esperan para rodar sólo ellos?
2. En Bogotá, la construcción de bellos andenes en adoquín no tuvo en cuenta una cosa: el acceso de los carros a sus garajes o a los lugares que sirven como parqueaderos. El resultado es que los andenes están destruidos por donde pasa el carro y con sus lozas rotas, debilitadas y sumidas en charcos traicioneros. Acaso al saber el peso y la frecuencia de autos circulantes, ¿no debieron construirse con otros materiales, con otros refuerzos, con otras especificaciones?