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Por primera vez en los Estados Unidos, en el mes de febrero de 2011 se vendieron más e-books que cualquier otro tipo de publicación, por un valor de 90,3 millones de dólares, 202% más que en el mismo mes del año anterior.  El hecho representa un radical cambio de cultura, sin que sea necesario atisbar visiones apocalípticas, como el fin de los libros o el incendio de la Biblioteca de Alejandría de los impresos.

Esta realidad llegó más rápido de lo que esperábamos, gracias a la conjunción de dos factores: una mayor y desbordada publicación por Internet y la multiplicación incontinente de las tablets, dispositivos mágicos que hacen práctica y agradable la lectura de los libros digitales. Está también, no hay que olvidarla, la situación de los precios, hasta el momento mucho más económicos que los de las versiones impresas, que deben pagar caro ese ciclo difícil de los papeles, las tintas y la distribución.

No hace más de tres años compré la primera versión en CD de una colección titulada “6.000 libros digitales”. De la A  hasta la Z, tanto en autores como en títulos, encontré en archivos Word y PDF una variedad de publicaciones, muchas de las cuales ocupaban estante en mi otrora atiborrada biblioteca. Los disfruté excepcionalmente, tal mi fidelidad al libro impreso, mi gusto por ese compañero de tantos y tan diversos momentos. Pero era difícil igualar la disponibilidad de los libros, ya que resultaba aparatosa la lectura en los computadores portátil y de escritorio.

 

Sin embargo, a través del iPhone comencé a acercarme a las librerías digitales. Y a disfrutar de ejemplares y publicaciones, aunque recorriendo un sendero tímido y siempre con mi librito bajo el brazo o encaletado en el maletín de ejecutivo, como exige mi personalidad desdoblada. Pero la llegada de la iPad cambió las cosas. Pude incluir en mi sección de iBooks algunos de los títulos que tenía en el CD mencionado y en otras colecciones, y me enfrenté a la realidad ineluctable: decir adiós a muchos de mis libros.

No fue simplemente por la ventaja tecnológica que tomé la decisión de separarme, donándolos a la biblioteca del colegio de mi iglesia, de un número de libros cuya cantidad prefiero reservarme para no entrar en terrenos de vanidades y cálculos inútiles. Ya no podía conservarlos. Muchos estaban amarillos y desgastados, las líneas subrayadas absorbidas por la ternura del papel. Otros habían sido publicados en tamaños de letra que la presbicia volvía ininteligibles.

También estaba el espacio y el deseo que esos objetos mágicos, que tantas horas de felicidad me han dado desde que era niño, empezaran a ser útiles para otras personas. Y está ese afán que me viene persiguiendo con el paso del tiempo, de volverme cada día más ligero, más leve, menos esclavizado por la dictadura de los objetos, más preparado, sin duda, para no llevarme nada.

Me quedé con los libros entrañables, con mis autores del corazón: Capote, Gabo, Mishima, Camus, Greene, Juan Rulfo, Álvaro Mutis, La guerra del fin del mundo, mis textos del espíritu, mi Biblia, Wolfe, El Sastre de Panamá, las páginas de Alberto Lleras, la poesía de Darío Jaramillo, de Jaime Jaramillo Escobar, de Raúl Gómez Jattin, de León de Greiff, de Rogelio Echavarría, de Cavafis, el Cuarteto de Alejandría…

Como muchas personas en playas y sitios de vacaciones en esta Semana Santa, estoy leyendo en la iPad. No tengo problemas con el tamaño de la letra, con la forma de subrayar, con los comentarios, con la comodidad y con el espacio. Estoy de acuerdo con Umberto Eco y Jean Claude Carriére, cuyo texto físico “Nadie acabará con los libros” también llevo conmigo. Pero ya hay una nueva forma de leer, y un nuevo gusto, sin duda, que explican con sobradas razones el suceso de los libros digitales con el que comencé este artículo. Ya veremos cómo se plasma esa realidad en la Feria del Libro de Bogotá que comienza en pocos días.