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De un momento a otro, las favelas de Río de Janeiro se han vuelto de película. Alentados por algún aliciente inversionista, los productores de cine se han concentrado en mostrar las casas sobrepuestas y pesebreras, que se levantan vistosas sobre los morros, anexándose a la opulencia resguardada, mezclando ricos y pobres como en casi todas las ciudades suramericanas.

Luego de realizaciones dolorosas como “Ciudad de Dios”, que así se llama también una favela, están proyectando en nuestros cines dos películas triunfales en taquilla. Tanto la animada “Río”, como la extenuante “Rápidos y Furiosos sin control”, se pasean por las favelas, tomando caracteres de sus habitantes sórdidos y de sus mafias enquistadas, pero también de sus niños esperanzados y de sus mujeres valientes. Por sus calles empinadas suben y bajan los muñequitos de una y los bólidos de otra como Pedro por su casa.

En ambas muestran la belleza y el infierno de Río, que tiene en sus más de 1.000 favelas una vistosidad tan cierta como el Pan de Azúcar, la estatua de Cristo Redentor o las playas de Ipanema. “Río” mete sus personajes de lápiz y ordenador en la entraña misma del Carnaval, la octava maravilla del mundo del Brasil. Hay pájaros buenos y malos, malos y buenos humanos, y al final el triunfo del bien, del amor ecológico y de la samba.

La quinta película de la serie de “Rápidos y furiosos” es un fenómeno de taquilla. Muestra el corazón viciado de las favelas, el funcionar de la mafia y la maquinaria de la corrupción, que como en el caso de la argentina “Carancho”, toca también, pero de otra forma, a la policía. Entre las exhalaciones de los bólidos y el contonear de caderas, se pasa el rollo de una ciudad peligrosa y seductora pero ineludible, la meca del turismo en el hemisferio sur.

¿Ir a Río de Janeiro después de ver estas dos cintas? La respuesta no tiene elección: sí. La ciudad es inevitable. Se prepara para el Mundial de Fútbol del 2014, a cuya realización también aspiró Colombia, pero declinó la candidatura. De entrada, y sólo para acondicionar sus aeropuertos, Brasil está insuflando 3.500 millones de dólares. No cabe en la mente la cantidad de dinero que invertirá el coloso para acondicionar Río de Janeiro, São Paulo, Porto Alegre, Belo Horizonte y Belém, las sedes fundamentales de este evento majestuoso, la gran revancha de aquella derrota homérica con Uruguay en 1950.

Tal vez dentro de ese gran proyecto nacional, esté el plan de convertir a las favelas en epicentros turísticos. ¿Por qué no? Tienen en sus entrañas no sólo a los personajes oscuros del narcotráfico, que patrullan sus calles armados hasta los dientes, regando muertos en una cuota diaria. Una cultura de cocina, música, gestualidad, baile y belleza, se esconde en Vidigal, una favela que se funde con las acomodadas zonas de Ipanema y Leblón.

Hay un plan de turismo que sube turistas por sus calles erizadas, una apuesta arriesgada que ya se ha extendido a Rocinha, la mayor favela de Río, que está librando una pelea a muerte contra su infausto destino. Los paseos turísticos pueden tener paradas imprevistas, como sucedió en abril, cuando la policía irrumpió para cargar con los jefes de las bandas delictivas. Disculpen el fragor.

El asunto, pues, ha pasado de la ficción a la realidad. Por la vía del turismo. Es una apuesta de riesgo y al mismo tiempo, de fe. ¿La haríamos en Colombia?