Yo pensaba que era un cuento de Fidel Castro en sus notas de ausencia, hasta que escuché a Fernando Cepeda y Carlos Lleras de la Fuente en el programa “Sal y Pimienta” de María Isabel Rueda confirmar otra razón de la debacle que sacude a Estados Unidos: que al Presidente Barack Obama no lo quieren allá por ser negro.
Esa máxima muestra de la discriminación racial echa al traste el bonito teatro de esperanzas y sweet american dream que llevó al solio de la potencia a un nativo de Hawai, nieto de una matrona africana, en la aparente cancelación de una rencilla de siglos, que hoy parece estar viva cuando el país tiene temblando al mundo.
Para Castro, seguramente para muchos una opinión descalificada y vetusta, la extrema derecha odia a Obama por ser afroamericano y combate hasta la respiración del primer mandatario. “No albergo la menor duda de que la derecha racista hará todo lo posible por desgastarlo–-escribió Fidel en las reflexiones que publica en el Granma–, obstaculizando su programa para sacarlo del juego por una u otra vía, al menor costo político posible”.
Pues, para nuestros dos prohombres mencionados, Cepeda y Lleras de la Fuente, Obama debe agregar a sus problemas políticos y económicos, la raíz insolente de la discriminación que lleva al sector cavernario del Partido Repúblicano, a considerarlo, ustedes perdonen, dijo Lleras de la Fuente, “un negro ignorante”.
Esa segregación de un negro en la Casa Blanca, liderada por el llamado Tea Party –-y mujeres de armas tomar y educación discutible, que tuvieron y tienen en la mira la oficina oval, como Sarah Palin y Michele Bachman— tiene hoy a Obama en una situación similar a la de su antecesor asesinado J. F. Kennedy. Y es que al presidente de celuloide tampoco lo querían, pero tenían que aguantárselo por blanco y por rico. Hasta Dallas…
A Obama le ocurre algo similar, como se puede comprobar en las visitas: fuera de Estados Unidos es querido y apreciado, y se dimensiona de otra manera su elección, pero adentro le tienen una inquina cuyo fin es imprevisible.
¿Cómo puede pasar eso allá, cuando ostentan el palmarés de una democracia ejemplar, que dicta cátedra civil en el resto del mundo? Hay dos explicaciones. La primera es que un país no extingue de la noche a la mañana sus raíces, mucho más cuando estas están sumidas en episodios de intolerancia y rechazo, que las películas tratan pero que se documentan en el silencio. La otra es que el evento del 11 de septiembre, que a propósito, cumple su primera década en pocos días, rodeado del peor ambiente social imaginable, creó una primera unidad de supervivencia, pero fracturó las posiciones políticas en antípodas poco dispuestas a la reconciliación futura.
Realmente, cuando republicanos y demócratas llevan el asunto al límite de no ponerse de acuerdo sino en el último y agónico minuto sobre una cuestión crucial como elevar el nivel de la deuda, aunque el agua les llegue al cuello, hay que mirar las cosas con mucho recelo. Por eso no resulta inverosímil la tesis de la discriminación racial de Obama, a quien una fracción cavernaria estaría devolviendo a las épocas de Martin Luther King, con el consiguiente naufragio de su sueño.
“Ojalá me equivoque”, escribió Castro.