El viernes 23 de diciembre al mediodía mi cuerpo comenzó a anunciarme la certeza del contagio. Un torrente de flema se desgajó por mi nariz como un aguacero insolente, mientras los ojos se enrojecían de súbito y mi cuerpo entraba en un estado ígneo, que atravesaban como lava temblores esporádicos y escalofríos mercenarios.
¿Cuánto tiempo se había incubado en mi organismo el virus de la gripa? Llevaba el año invicto de esta peste de nuestros días, cada vez más mortal, extendida y ubicua. Había sobrevivido a los malestares que me circundaban en los cuerpos de mis compañeros de oficina, de mis familiares, de todos los que me rodeaban con sus estornudos y sus carrasperas, hasta hacerme pensar que todo el mundo estaba enfermo y yo sano. Como parte de las ilusiones fugaces a las que nos aferramos para creernos invulnerables e inmortales, creía que había desarrollado en mi organismo algún tipo de defensa irrepetible.
Y el 23 por la noche estaba inerte en mi cama, extraviado de la salud y tratando de confinarme humildemente para no contagiar a los que rodeaban. No me pasó por la cabeza acudir a algún centro médico, ni cuando la fiebre danzaba en mi cabeza en forma de gotitas acuosas sintomáticas. Estaba seguro de que hallaría tanta gente en las mismas o peores condiciones, que luego de una espera infame volvería a mi casa con las mismas pastillas de siempre y con la recomendación lacrada de hacer lo mismo que estaba haciendo ahora: consumirme insanamente en un mar de efluvios, incapaz siquiera de dormitar por la repetición implacable del estornudo, que paliaba con un papel sedante en una nariz roja y raspada.
El 24 me sorprendió aniquilado, estado de postración que agravaba mi género. Era sábado. Y esa feliz coincidencia me permitió quedarme en el lecho con mi debilidad de hombre, convertido en una especie de bebé, niño acunado en los brazos de mi valiente mujer, que días o semanas atrás había tenido un episodio de gripa feroz y había seguido la vida de todos los días, trabajando, cuidando la casa y velando por nosotros sin una queja evidente ni una incapacidad manifiesta.
Pasé la Navidad y la Pascua tratando de aislarme por la vergüenza y el peligro del contagio ajeno, apegado al libro y a la película salvadores, a la mesiánica repetición de capítulos de CSI y de La Ley y el Orden de todas partes y del antipático Dr. House, el único galeno que vi en ese lapso de pena. Me tomé, apliqué, gargareé, inhalé, froté y evité todo lo que me recomendaron, buscando delimitar el padecimiento gripal a la antiquísima duración de tres días, que norma las incapacidades legales y que define como abuso o simulación el síndrome que exceda el asedio del virus.
El lunes 25 me sentí levemente mejor. Me paré, pobre – yo, héroe – yo, para dirigirme al trabajo, y entonces sentí el embate brutal de la tos. Comencé a sacudirme gutural y pulmonarmente como un convaleciente de La Montaña Mágica, a arrojar al escaso aire limpio de Bogotá atravesado por el sol de estos días, volutas infecciosas que escapaban a la protección de mis manos afanadas, al territorio profiláctico del kleenex.
En la oficina me vieron entrar como un zombi, deambular hacia mi cubículo cual entidad perturbadora y pestífera, y caer en mi escritorio como una especie de monstruo polar, rodeado de bufanda, pertrechado en un saco de tejido lanoso y bajo un gabán invernal que me lastraba como a un buque escorado.
Más tardé en acomodarme que en comenzar a soltar por mi boca ese sonido molesto y seco, como el disparo incesante de un cañón de aire estragado, que me llevaba del ahogo a la inminencia del último suspiro. Al detenerme, agobiado por el sacudimiento de una convulsión, alcancé a escuchar los murmullos de mis escandalizados compañeros de trabajo que no habían huido de vacaciones, mi rápida designación como un factor peligroso. Un consenso expedito me remitió a mi hogar, confinado al espacio doméstico hasta que una ablución química y farmacéutica librara a mi cuerpo de la génesis del mal.
Hoy es jueves 29 de diciembre. Escribo la memoria de esta gripa del fin del año. Mañana la pesadilla cumplirá una semana. Sigo agobiado por esta contracción espasmódica repentina y a veces repetitiva de la cavidad torácica que da como resultado una liberación violenta del aire de los pulmones, lo que produce un sonido característico. La gente me lanza miradas aceradas, hace comentarios obscenos sobre mi condición. Huye de mí.
Para flagelarme, me compré un libro de literatura barata llamado “La gripe mortal”. El tipo que lo escribió cuenta cómo un laboratorio farmacéutico en quiebra sustrajo de un centro de investigaciones una cepa de la gripa española de 1918. Fabricó el antídoto y luego escupió el virus por el mundo, para vender todas sus dosis y pasar sus balances del rojo al negro escandaloso. La gente se inventa unas cosas…
Es posible que mi gripa se acabe. Así lo siento cuando pasan 15 minutos y la tos no me accede como una ráfaga maligna. Puede que, como está pasando, simplemente se duerma placentera en mi cuerpo y despierte cuando le dé la gana, más feroz y mutada, alimentada de mis entrañas, fortificada en mi propia sangre, bufoneándose de los antibióticos. Cuando vuelva la tos, quienes saben de estas cosas la emparentarán con una alergia, me medicarán, paliarán mis accesos frenéticos.
Por ahora, navegaré en ella, en su juego mortal, el Aqueronte que fluye de un año viejo al renovado. La expectoración recurrente retumbará en el cielo de juegos pirotécnicos y voladores errantes, pasará entre el faltando cinco para los doce, yo no olvido el año viejo y el himno nacional como un estallido de pólvora pulmonar, las gotitas de mi mal espolvoreadas por el aire como chispitas mariposa. Toso luego existo.