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En un país acostumbrado al crimen, a la matanza y al homicidio, y en el que la pérdida de una vida humana es una cifra más que pervive en el estupor,  esclarecer la muerte de Luis Andrés Colmenares se está tomando un tiempo abusivo.

Esa morosidad en la acción investigativa está afectando la bien ganada reputación de la Universidad de Los Andes, adentrando a dos de sus estudiantes en el confuso terreno de la sospecha, poniendo en duda la competencia de entidades como el Instituto Nacional de Medicina Legal, incendiando esta caldeada sociedad de pareceres racistas y confirmando la creencia popular que las nociones y los órganos de la justicia se acomodan a la ley del más fuerte.

La lectura de los comentarios que los lectores lanzan como dardos en las páginas web de los medios, permite apreciar cuán enrarecido está el ambiente en lo que respecta al confuso fallecimiento del hijo del subcontralor General Luís Alfonso Colmenares Daza. La percepción colectiva es que a ese muchacho le asesinaron después de celebrar un halloween sospechoso, propio de la escena torva de una de esas películas que hizo patente una condición humana: la que convierte a personas sencillas y comunes y corrientes en criminales, capaces de la tortura y la crueldad por razones inextricables, que potencian el alcohol y el ánimo relajado, cuando no un propósito siniestro.

Lo cierto es que ese caso comenzó mal, naufragando en la contradicción y en la inanidad de las pruebas. Que Luís Andrés sale de una fiesta a comerse un perro caliente. Que luego, como loco, se desmanda en una carrera frenética y se lanza a un canal sin torrente y de una altura infantil. Y muere… Pero sólo aparece en la noche del día siguiente, su cadáver puesto en el lugar como para la ocasión.

¿Cómo es posible que ante una evidencia tan deleznable, que el corazón de una madre alertó oportunamente, y en el evidente afán de tapar las circunstancias y los responsables, el padre tenga que emplear investigadores privados para aclarar el entuerto?  Y casi un año después, tras la ceremonia dolorosa de la exhumación, se descubre que el joven no murió por las razones que Medicina Legal certificó, y todo lo evidente se hace obvio y todo lo obvio se vuelve patético. Y las dos estudiantes subidas a la picota pública sugieren que sí pero no, que de pronto pero que tal vez, mientras sus padres tratan de apoyarse en la creencia de cómo eran, son, sus niñas en la casa. La versión indica que no eran amigas y se conocieron en la noche fatal, y una de ellas, según la otra, habría acompañado al estudiante Colmenares en su estampida hacia la muerte. Se habría mal interpretado una interceptación telefónica… Versión va, versión viene, y el asunto se enreda y se muerde la cola…

En Colombia, y casi siempre jalonados por la intervención de los medios, las autoridades se aplican a la solución de un caso, uno solo entre los miles, lamentablemente. Creo que eso debería ocurrir con la muerte de este joven, que toca de venalidad y culpa a personas e instituciones, enluta a una familia y ensombrece y angustia a otras, y que seguirá cobrando prestigios y reputaciones.

Pronto se cumplirá un año de la muerte del estudiante Colmenares. Que no nos coja el 31 de octubre sin saber qué hicieron tus hijos en la noche de Halloween.