Parece tan lejano Egipto. Entre las pirámides, a lado y lado del Nilo, desierto. El Cairo populosa, agobiante, incendiada, tensa sin Mubarak, hoy quebrantado de salud frente al mar. Lo echaron de su dictadura los pobres, los jóvenes, los desempleados, transfronterizamente inspirados por una víctima tunecina. ¿Qué tan lejos estamos de Egipto?

 

No mucho. En todos los puntos cardinales, incluso países otrora prósperos y equitativos, ha ido creciendo la masa galopante del desempleo. Que no sólo son manos y fuerzas paradas, sino mentes perdidas, capacitadas para arrojarlas al abismo de la frustración. Sí. Hay una nube de personas calificadas por años de universidad circulando en la calle. U ocupadas en oficios sustitutos, en la maroma de la supervivencia. Atravesadas por la espada de la frustración.

 

En nuestro país, son los rebuscadores de corbata, los portadores de hojas de vida. Brotaron de los claustros con la promesa de un mundo mejor. Y se han ido apagando en el rechazo, en la remuneración vergonzosa para ellos, para sus padres que pagaron, en el contrato temporal, a destajo. La falta de calidad en ese mercado contribuye al gran lastre del país: la informalidad.

Desempleo e informalidad. Por eso no cotizan al sistema de pensiones la mitad de los afiliados. Pasan los años. Triste vejez. ¿Es la única secuela? No se analiza en detalle el síndrome del informal. Su segmentada existencia. Su ejercicio en la calle, congestionándola, destruyéndola, apropiándola con sus tenazas para aferrarse a unos pesos. Día tras día en la noria. ¿Cómo está su familia, su fe en el país, la imagen de sus dirigentes y de la opulencia?

 

El profesional desempleado o informal vive la paradoja de la tecnología. Gracias a la red puede acopiar más conocimiento, conectarse con otros en la misma situación, de aquí y de allá y acullá. Forma cadenas de chistes, de rabia, de esperanza: manda el mensaje a las personas que le dice la advertencia y la situación no cambia. A algunos, a muchos, con la sevicia de los jóvenes, sus hijos los consideran, casi siempre a ellos, no a ellas, unos fracasados. No quieren repetir la experiencia. No voy a vivir como tú, papá…

 

¿Hasta cuándo? ¿Qué tan lejos estamos de que se conecten, se unan, salgan a la calle, de que reclamen su derecho a una vida mejor? Mucho, muy lejos, dirán algunos. Aquí en Colombia no existen las acciones colectivas, alegan. Nuestro individualismo, personal, gremial, nos ahoga, nos inmoviliza. No llenamos la Plaza de Bolívar sino cuando hay rumba gratuita. Sin lluvia.

 

Y sin embargo, como canta Lavoe, todo tiene su final, nada dura para siempre. Porque crece la gente frustrada, los diplomados fallidos, hay que estar atentos. El gobierno lo sabe. Se esfuerza en que esa brecha entre la promesa y la realidad se cierre, que se tienda un puente de esperanza. Pero el tiempo pasa.

 

Hubo un tiempo en que estudiábamos “La rebelión de las ratas”. Hoy hablan dos idiomas. Chatean. Están ahí. Y crecen. Y se multiplican.