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Pasé todo el fin de semana esperando una declaración, un pronunciamiento del Presidente de la Cámara de Representantes y Director del Partido Liberal Colombiano, Simón Gaviria, sobre el hecho penoso del Congreso relacionado con la Reforma a la Justicia. Aguardé esa actitud porque lo considero un hombre joven y talentoso, pero sobre todo a prueba de los habituales vicios políticos nacionales.

Pero definitiva y radicalmente quise escuchar la voz o leer una carta de Simón Gaviria, luego de la entrevista que sostuvo con Julio Sánchez Cristo. En ella confesó que votó la ley leyéndola por encima y que no tuvo la diligencia requerida, pero que no se sentía mal de haberse equivocado. La pifia consistió en creer en el gobierno, en el Ministro de Justicia Juan Carlos Esguerra (“Tuve el cuidado de pedir expresamente la opinión del Señor Ministro de Justicia sobre el contenido de la conciliación antes de su votación y facilite la adopción de algunas correcciones por él advertidas. Ocurrido todo lo anterior el Doctor Esguerra Portocarrero expresó su acuerdo con el informe de conciliación que finalmente se adoptó”, le acaba de escribir a Santos). Y cree que sacó la pata depositando en el presidente la potestad de objetar el desmadre de la corporación que Gaviria  preside en una de sus instancias.

Pero nada salió de Simón Gaviria el fin de semana. Nada ni efusiva ni teatralmente parecido a la petición de perdón que como Director del Partido Liberal Colombiano le pidió al pueblo del Chocó y a las negritudes por la deslenguada racista del Diputado Rodrigo Mesa.

Los trinos de Gaviria se suspendieron  el mismo día de la entrevista. Y una andanada lamentable de epítetos como “Simón el bobito” y “La Valerie Domínguez del Congreso” cayó sobre este joven delfín, destinado a renovar la catástrofe política nacional. Lo volví a ver antes de escribir esta nota en “Pregunta Yamid”, cabalgando hidalgo sobre la cruzada para hundir la reforma, mientras el país seguía enardecido de indignación.

Y yo, que suelo relacionar las cosas más inopinadas, me puse a leer sobre el harakiri. Sobre cómo en la filosofía samurái la traición al honor conllevaba un castigo tan definitivo como la muerte. Eso, antes que ver la vida manchada por la falta o el delito. También leí cómo el obispo argentino Fernando Bargalló renunció ante el Vaticano, por las fotos que le tomaron abrazando a una mujer, imágenes que amenazaban con congestionar el ya confuso repertorio de problemas sacerdotales.

Pero sobre todo, pensé en la renuncia de Juan Carlos Esguerra, el único fusible chamuscado en este corto circuito, porque “mis principios no me permiten pasar por alto los episodios y las circunstancias ampliamente conocidos que tuvieron lugar en la etapa final del trámite de la reforma de la justicia”.

No considero que Simón Gaviria deba hacer parte del bushido ni clavarse nada en ninguna parte por haber fallado a sus investiduras, por haber sido negligente y por navegar ahora tan tranquilo en el Titanic, que va a salvar a Colombia de las quimeras que lleva en sus entrañas.

Le corresponde a Gaviria, que como él bien lo dice, hasta ahora lo había hecho todo bien, considerar la renuncia a su cargo, en vez de dejar en sus electores la opción de no volver a depositar por él ni la papeleta del desprecio. Creo, en todo caso, que debe dejar de negar la realidad y reconocer públicamente que la embarró, y que en esa condición está ahora al mando del trasatlántico en el que la reforma espuria se irá al fondo del mar.

Bien le haría a él, y al partido que dirige, comenzar las sesiones extras con un mea culpa que lo reivindique ante el país, y le retorne al lugar de joven esperanza en el que muchos lo habíamos situado. Hacerlo así, sencilla y sinceramente. Sin subir el tono de la voz. Como cuando le dijo al diputado locuaz: «Usted tiene que excusarse de fondo. El daño que ustedes le hicieron al partido no podemos pasarlo por alto. El comentario es desatinado totalmenteAquí no hay zonas grises«. Porque Simón, el prometedor Simón Gaviria, no puede caer en la simonía.