@cgalvarezg
De continuar como se realizó el 2 de febrero de 2012 en Bogotá, el llamado Día sin Carro no tiene sentido. Debería abolirse. Los indicadores de una muy relativa reducción en la penosa contaminación de la ciudad y un panorama de sosiego aparente no compensan las pérdidas económicas, ni la molestia en que se ha convertido la jornada. El carácter de hito ciudadano con que comenzó la propuesta, y que nos dio figuración mundial, ha perdido sus cimientos de compromiso vital y extraviado su trascendencia pedagógica.
Hace 11 años se inició ese suceso de cultura ciudadana, que constituye su pilar esencial. Entonces sorprendimos al mundo al sacar de circulación por un día las oleadas de automóviles particulares, con su carga de contaminación, ocupación abusiva de espacios y exposición flagrante de individualismo hedonista.
Los años inmediatamente siguientes la celebración se hizo más sólida, al encajar en una realidad de ciudad nueva que entregó la administración de Enrique Peñalosa. Tenía sentido la austeridad automotriz en un paisaje de ciclo rutas, alamedas, parques, en el que la gente podía transitar en sus bicis, caminar e incluso intentar transportes ingeniosos, que engalanaban la festividad. Recuerdo que hubo gente que salió a caballo, y en todo caso, la imagen registrada del Alcalde Mayor, con su casco, circulando en compañía de un grupo de empresarios y autoridades, que si mal no recuerdo incluyeron en algún momento al Presidente de la República. Ritual obvio, por supuesto, ya que ese respaldo institucional tenía un significado pedagógico y respaldaba la trascendencia del ejercicio.
El registro de Alcalde y Presidente comprometidos ese Día sin Carro se tomaba las primeras páginas, los titulares de los noticieros
Nada de eso pasó en esta ocasión. O por lo menos yo no lo vi. Ni el Presidente de la República, ni el más claro protagonista de la jornada, el Alcalde Mayor de Bogotá, pedalearon, patinaron, caminaron o intentaron un sistema de vuelo, planeación o desplazamiento, que ilustrara una alternativa de movilidad diferente de zamparse en el carro privado. Extraño, por ejemplo, en Juan Manuel Santos, que es buen deportista, y sí se toma la foto en la Media Maratón y cuando trota en los parques centrales de las ciudades extranjeras.
Sin campañas pedagógicas, sin la presencia evidente de la Alcaldía Mayor de Bogotá –-el principal responsable de la jornada, su gestor ineludible–, sin grandes eventos que animaran a la ciudadanía, el día se afrontó como una molestia para la mayoría de personas. Como una versión de festivo tortuoso.
Miles de personas se movilizaron en TransMilenio, más apiñuscadas que todos los días. Estaciones repletas. Buses y busetas a tutiplay. Jornadas especiales en las oficinas, que dieron salida a las 4 de la tarde y entrada cuando se pudiera, no como una forma de comprometerse con el ambiente y un nuevo modo de vida, sino como una alternativa al sacrificio que representaba el día. Y claro: gente caminando feliz, por supuesto, ciclistas entusiastas y raudos patinadores, como heraldos en medio de la jartera general
El Día sin Carro brotan con evidencia los problemas que marcan el caos en el tránsito de la ciudad: la ola amarilla, las motos incontables y ubicuas y los privilegiados silvestres, que no guardan ni sus 4 x 4, ni sus escoltas, y se los restriegan con saña a los ciudadanos pedestres. No hay ocasión más propicia para apreciar que este es un país de privilegios y trampas, y que el único pecado de todos los demás, es no ser ni privilegiados ni tramposos.
El Día sin Carro o del No Carro, como también lo llaman, es ante todo una jornada de pedagogía. De cultura ciudadana. De compromiso feliz con una forma de vivir y de portarse en la ciudad, muy distinta a la que empleamos para castigar nuestro entorno los otros 364 días.
Su gestor principal es la Alcaldía Mayor de Bogotá. Es la encargada de dar ejemplo, propiciar acciones lúdicas y docentes, e impulsar a la empresa privada, para que se vincule activamente a los propósitos que encierra la colosal tarea de parar el automóvil privado. Ella prepara campañas pedagógicas, promueve el teletrabajo, estimula la unión de los ciudadanos y consensa alternativas para que la productividad de la ciudad no se vaya al traste. Y posiciona en la mentalidad de los habitantes, que el compromiso vale la pena, que esa alternativa de vida ecológica es viable y podría ocupar otros espacios de la agenda anual de la capital.
Yo no vi nada de eso este Día sin Carro. Percibí todo lo contrario. Y sobre todo, sin compromiso del Alcalde, y de la Alcaldía, es mejor acabar ese sirirí.