@calvarezg
Una de las personas que mejor aprovechó el complejo humano de nunca sentirse bien con lo que se tiene fue Angelo Siciliano. El nombre tal vez no le diga nada a nadie o pueda ser tomado como la referencia a un personaje de El Padrino o uno de los amigos de Joe Bonanno que con precisión magistral historió Gay Talese en “Honrarás a tu padre”.
Pero no. Siciliano fue un inmigrante italiano que a los 11 años, y en el tercer año del siglo XX, llegó a Brooklyn con la carga pesarosa de ser un adolescente menoscabado, y con lo que eso significa en este mundo cruel. Pequeño y débil, terminó apaleado por sus homólogos, por uno en especial que se la montó toda. La paliza que le propinaron en uno de esos días aciagos lo condujo a abandonar la escuela y a lanzarse a una vagabundería que le permitió forjar su propia leyenda.
La imagen de Hércules y el tamaño de sus músculos, que captó de una estatua durante una visita al Museo de Brooklyn, le cambiaron su sino de miseria física. Comenzó entonces la rutina de los ejercicios con las pesas, para hacer que de su cuerpo esmirriado emergiera un coloso olímpico.
Nadie daba nada por esa apuesta. Mucho menos él, que vio cómo pasaban los días que dedicaba enteros a la educación física sin que la masa muscular se manifestara, ni su armadura de enclenque se tornara de hierro.
Le faltaba un encuentro. Lo tuvo mucho después con un tigre, en el grato y protector ambiente del zoológico. Nunca supo el tigre, ni tenía porqué saberlo, cómo de allí sacó Siciliano la idea novedosa de cambiar las pesas por cuerdas e inventarse un original equipo de ejercicios que sustituía la carga por la tensión.
Fue una fórmula mágica. Le permitió insuflar su pecho hasta el intimidante tamaño de casi 55 pulgadas y amasar unos bíceps de 17. Atrás quedaron el niño flacuchento y victimado, Hércules y hasta el mismo tigre de canasta. Entonces Siciliano se erigió como lo que vieron sus nuevos amigos, al compararlo con la una estatua porteña que se parecía a él, sobre todo en el mundo de humillaciones que había tenido que llevar a cuestas: era igualito a Atlas.
La vida de Siciliano cambió como tocada por esos mismos hados a los que quería parecerse. Le tomaron fotos a su derroche de músculos y él no cesó de sumar espectáculos de heroísmo a su leyenda, como remolcar un bote nadando con una cuerda amarrada a su cintura.
En 1922 dejó para siempre atrás su pasado de pena, cuando la revista “Cultura Física” lo eligió como “El hombre más perfectamente desarrollado del mundo”. También le decían “El hombre Tigre”, pero pasó a entronizarse con un nombre que lo dejó clavado a la fama y al mérito de cambiar la mente y el cuerpo de muchos hombres: Charles Atlas.
Lo que vino después fue la eclosión de un negocio que popularizó las tensiones isométricas que había ingeniado Siciliano, conduciendo a millones de varones en el mundo a abandonar sus cuerpos de insuficiencia, tensionando con sus músculos la fuerza el carácter, sin las cuales la masa física termina convertida en un disfraz de chiste. Charles Atlas marcó un hito en la historia del ejercicio, y hasta su muerte de una traición del corazón fue un ejemplo de cómo uno puede ser lo que se propone si está dispuesto a pagar el precio del sacrificio permanente y de la dedicación correcta.
Conocí a Charles Atlas cuando yo era niño. Otro de los cabezazos de Siciliano fue rematar los cuentos de historietas, esos que fueron el verdadero Quijote de mi generación, con un aviso de su método taumatúrgico. Allí aparecía él, imponente y enhiesto, con sus músculos saliéndose del papel y las humillantes referencias al pasado, cuando era “un alfeñique de 40 kilos”. Para quienes estaban más cerca del pretérito que de ese físico de portento, estaba el curso y las cuerdas, y al final, la mirada de unas muchachas dibujadas con los ojos abiertos y posados sobre los bíceps insultantes de Charles Atlas.
¿En cuántos hombres influyó Charles Atlas, cuando no había colosos como Schwarzenegger, ni existía el Bodytech? Miles, millones. Nunca se sabrá si al cerrar una historia de Chanoc o Arandú, de Blue Demon o de El Llanero Solitario, de Red Ryder o de El Santo, uno encontraba la imagen de Charles Atlas, y simplemente, quería ser como él. Para parecerse a ellos. Para que ellas nos regalaran un poquito de la mirada que generosamente tributaban al tigre.