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Paralelo a la variada oferta cultural y gastronómica que ofrece Bogotá los fines de semana, como parte de la magia cosmopolita de la ciudad, corre un drama urbano y existencial que viene deteriorando la calidad de vida de sus habitantes.

Se trata de la forma cómo una suma de congestión vehicular, mala organización comercial y frenesí citadino, entre otros factores, ha terminado convirtiendo los sábados y domingos en una pesadilla. ¡Qué lejos estamos de los sedantes fines de semana de un pasado que terminó no hace más de una década, en los que el fin de la semana laboral abría paso a un espacio distinto y característico que definía el reposo!

Vamos por partes. No se trata de regresar al pasado, función de película que cada vez se vuelve más imposible en un mundo dominado por otra forma de brutalidad. La ciudad creció tragándose la inmigración nacional y consolidando la oferta del centralismo, y aquí vienen a parar desde los desplazados mendicantes hasta los profesionales ávidos de conocimiento y trabajo.

Nadie pide recuperar la aldea que desgarró el 9 de abril con su alarido violento. Tampoco pensar que las urbes son lugares idílicos para la mayoría de sus habitantes, exentas de la presión y la agonía de la masa. Sí es preciso, en cambio, reflexionar si la altísima inversión de la administración distrital en espacios verdes y recreativos, en espacio público y zonas peatonales, en plazoletas y alamedas, se está quedando corta o se está viendo truncada por agentes que parecen fuera de control.

Porque es lo más evidente, es necesario referirse, en primer lugar, a la presencia del automóvil. El sábado se está haciendo cada día más infeliz porque como no existe restricción vehicular, es posible vomitar a las calles todo el parque automotor nuevo y usado. El resultado es que mucho antes de las diez de la mañana ya hay avenidas y calles trancadas, y al mediodía la ciudad se ha ahogado en su propia inclemencia. Quien piense que puede resolver rápidamente una diligencia o movilizarse con celeridad a cualquier sitio, puede bajarse de esa nube. La noche sabatina lo puede sorprender atascado, con la consecuente perturbación del ánimo que caracteriza a los conductores.

Al convertirse los centros comerciales en los polos de la concentración humana, gran parte del trancón se traslada a sus alrededores. La gran conquista de los sábados presentes, el orgullo mayor ante nuestras amistades, es poder conseguir un lugar vacío en el centro comercial de nuestras preferencias para estacionar el chéchere. Esa maravilla se complementa, y crea el gran núcleo de la felicidad urbana, si podemos sacar el cacharrito en un tiempo decente y sin la explosión irremediable de la paciencia.

Llevamos, pues, dos asuntos que hay que resolver. Qué hacer con los automóviles el fin de semana y cómo planear y organizar mejor el hecho comercial. Esa discusión quedará con seguridad para el próximo alcalde o alcaldesa, pero hasta ahora no se ha escuchado propuesta razonable, que tiene necesariamente que ser valiente y seguramente antipopular, como casi todo lo que debe encarar el próximo mandatario.

Bogotá tiene que organizarse mejor para asumir el frenesí de su populosa población durante el fin de semana. Ojo: porque si el sábado es infeliz, el domingo cada día se le parece más. Y si esos dos días, otrora, digamos, paradisíacos, pierden su condición de sosiego, lo que el fin de semana entregará el lunes a las oficinas será una manada irascible, que abocará los cinco días de trabajo como una obligación de ferocidad.

Si la tecnología ha roto las fronteras entre trabajo y descanso, y el ser humano es hoy un mono virtual encadenado las 24 horas, sólo le falta un fin de semana neurótico para terminar de alienarlo. Pueden hallarlo, sábados y domingos, en Bogotá.