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Qué lejana está la época en que los establecimientos comerciales exhibían la imagen de los hombres que vendieron a crédito y al contado. El primero, era un famélico espécimen, que bajo el letrero “Yo vendí a crédito”, apuraba su inopia entre las ratas, que escarbaban penosamente en sus arcas vacías. Qué diferente la imagen del hombre que vendió al contado, opulento y próspero, capitalizado en su método contante y sonante.

No pude radicar la fecha exacta, el autor y las condiciones en que se creó esta alegoría. Nacida seguramente cuando las circunstancias de expansión bancaria eran incipientes, y a lo sumo, no sé, realmente, las tarjetas de crédito estaban por inventarse, la imagen recreaba el valor de transar en efectivo, en vez de encantarse con la ilusión del crédito.

¡Cómo pasó el tiempo, cómo cambiaron la noción y la práctica de la economía!   Una empresa de tarjetas de crédito como Visa, Master Card, American Express o Diners podría fácilmente pergeñar a los individuos, y el personaje rebosante y pudiente sería el que vendió a crédito. Los comerciantes lo dirán, porque es posible que la imagen permanezca sin alteraciones, aunque eso sí, cambiándole el título: “Yo compré a crédito, yo compré al contado”.

Porque acompañando una bancarización creciente, aunque todavía precaria en Colombia, el crédito se ha convertido en la opción preferida. Es cierto que muchos conservan su platica debajo del colchón, aterrados del peaje que les impone el pago del 4 X 1.000, y prefieren afrontar el riesgo de portar efectivo. Pero mucha, mucha gente, se ha plegado a las facilidades de las tarjetas, a los encantos inagotables del pago a crédito, a la feria feliz del plástico y del “tarjetazo”.

Casas, carros, electrodomésticos, ropa, joyas, comida, servicios públicos y hasta instancias otrora exclusivas del contado, como matrículas y pensiones, son ahora terreno del crédito, sin mencionar otros renglones más insólitos e inusuales. Aunque el Banco de la República llama frecuentemente la atención sobre el fenómeno del crédito desbordado, y su alza metódica de las tasas de interés tiene como objetivo bajarle el volumen a la fiesta, los colombianos siguen marchando por ese camino.

Más allá de ser la alternativa contemporánea de la compra, que vuelve extraño cada día el uso del efectivo, y que ya es un momento de transición hacia el dinero virtual, el crédito presenta un duro dilema a la interpretación económica. ¿Ha mejorado el poder de compra, especialmente, de la clase media? ¿O el país está viviendo al debe, entre otras cosas por la precariedad del empleo aunque mejores sus indicadores, por las ganas de vivir más allá de nuestras reales posibilidades, especialmente en la satisfacción desproporcionada de las demandas de nuestros hijos, a los que estamos criando en estratos superiores?

El crédito se ajusta a la dinámica de espejismo de la sociedad de consumo, que promete poner a nuestro alcance todas las máscaras de la quimera. Cualquiera que sea la dimensión del sueño, puede capturarse con un “tarjetazo”, que ya veremos cómo salir del embrollo. Aunque muchas veces los clientes del paraíso pasen a ser miembros de Datacrédito o Cifin. El crédito es la explicación del auge automotriz, del que puede asegurarse que son miles los automotores que ruedan sobre cuotas y su pago se lleva una buena parte de los ingresos individuales y familiares.

Ojalá ese galopante meollo del crédito pernicioso sea sólo un rumor al que el paso del tiempo conjure y no convierta más bien en maldición. Y entre los usuarios haya más representantes felices de su buen uso, como el otrora boyante gordito del contado,  muy distinto del que ya sabemos.