Si alguna vez ha tenido que seguir una volqueta en medio del tráfico o ha viajado en un bus intermunicipal, probablemente no ha pensado mucho en lo que los mueve. Pero lo cierto es que, detrás de cada motor que recorre las carreteras del país, hay una oportunidad real para hacer las cosas mejor. Esa oportunidad se llama biodiésel, y está ayudando a que al movernos no contaminemos tanto. Y sí, la química tiene mucho que ver en eso.
El biodiésel es un combustible que se produce a partir de aceites usados o vegetales, como el aceite de palma o incluso el aceite de cocina reciclado. Lo interesante es que este combustible se puede mezclar con el diésel convencional y usarse sin necesidad de modificar los motores. Eso lo convierte en una alternativa limpia y, sobre todo, real.
En Colombia, por ejemplo, actualmente se usa una mezcla del 10 % de biodiésel con diésel tradicional. Esta mezcla se conoce como B10, y ya es obligatoria en todo el país. Pero hay más, hoy circulan más de 960 volquetas con una mezcla del 20 % (lo que se llama B20), una medida voluntaria que representa una apuesta concreta por una movilidad más sostenible. A mayor porcentaje de biodiésel, menor impacto ambiental. Y eso se traduce en cifras reales: según datos de Fedebiocombustibles solo en 2024, el uso de biodiésel evitó la emisión de 1,8 millones de toneladas de CO₂ y más de 400 toneladas de material particulado.
Ahora bien, aunque parezca sencillo, producir biodiésel es un proceso que depende fuertemente de la química. Uno de los ingredientes clave es el metilato de sodio, un catalizador que hace posible la transformación de aceites en combustible. Sin este componente, no sería viable producirlo a escala. BASF, empresa líder en soluciones químicas, produce este insumo en su planta del sur de Brasil y abastece a Colombia desde los primeros pasos de esta industria.
Pero eso no es todo. La compañía también ofrece soluciones como Lutropur® MSA, un ácido amigable que permite reemplazar materias primas más difíciles de manejar y sin dañar los equipos industriales. Este producto mejora la eficiencia del proceso, reduce la corrosión, protege las plantas de producción y genera un ambiente de trabajo más seguro.
Además, BASF está comprometida con toda la cadena de valor del biodiésel. En Brasil, por ejemplo, implementó el modelo B100, en el que el metilato de sodio se transporta en camiones que funcionan 100 % con biodiésel. Un círculo virtuoso que demuestra que la sostenibilidad en la movilidad es un hecho.
Y hay más. A través de su participación, junto con los clientes en el sistema de créditos de descarbonización, BASF también hace parte de un modelo que promueve la reducción de emisiones. Estos créditos, conocidos como CBIOs, permiten financiar proyectos sostenibles y fomentar aún más el uso de energías limpias en la región.
Todo esto confirma una idea poderosa, la movilidad sostenible no depende solo de nuevas tecnologías, sino también de repensar lo que ya tenemos. En este caso, el biodiésel no solo aprovecha residuos y cultivos responsables, también impulsa el desarrollo rural, mejora la calidad del aire y ayuda a enfrentar el cambio climático.
Detrás de cada litro de biodiésel hay ciencia, compromiso y, por supuesto, química. Una química que conecta campos, laboratorios, carreteras y ciudades. Una química que transforma lo cotidiano en algo mejor.
Porque, al final, avanzar hacia un futuro más limpio también es cuestión de química.
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