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¡Apague y vámonos! Muchos intentan reducir la realidad del país a eso. Al miedo paralizante, al conformismo y a la vía fácil. Academia, gobierno y organizaciones sociales cuentan por igual con este tipo de voceros promotores del no –no sabemos, no tenemos, no valemos, no se puede–.

 

Por supuesto, nuestro país enfrenta problemas serios y estructurales, no se trata de negarlos. Pero la opinión pública hace eco exagerado a posturas que se regodean en el lamento. Los opinadores que solo resaltan la tragedia, disfrutan ese discurso y edifican su imagen sobre pronósticos del acabose.

 

La minería colombiana ofrece un ejemplo diciente. Su análisis está colmado de adjetivos condenatorios –extractiva, colonial, ilegal, conflictiva–. Las investigaciones académicas e informes de la función pública redundan en el diagnóstico adjetivado para concluir con la situación inevitable de ausencia estatal y presencia criminal. Así, los estudiosos terminan justificando la inoperancia de los actores concernidos bajo argumentos de imposibilidad ante fuerzas oscuras y brindando recomendaciones estériles encabezadas por el verbo propender. Es un juego perverso de elaboración de excusas para poner en práctica un nocivo “dejar hacer” que condena regiones enteras al olvido. Cabe anotar que la literatura de políticas públicas ofrece una definición clásica de política pública: “lo que los gobiernos hacen o dejan de hacer”. Así, la política pública minera colombiana se reduce a lo segundo pero con el agravante de una deliberación redundante en función del “no hay nada por hacer”.

 

Los responsables de la construcción y gestión de lo público deben acatar las restricciones que impone el acontecer diario. Pero el pragmatismo no puede acompañarse exclusivamente de la mirada trágica de los hechos. Sin duda nuestra sociedad adolece de una crisis humana de hondo calado, pero el liderazgo que se requiere para afrontarla no puede caer en el derrotismo. La clase dirigente puede seguir descalificando iniciativas tildándolas de románticas pero el auténtico cambio social encuentra detonantes en el coraje de los “ingenuos” para perseverar.

 

Algunas minorías de la dirigencia política, de la academia y de las organizaciones sociales están convencidas de la necesidad de atreverse a construir alternativas. Pero también es preciso volcar la mirada decididamente hacia el papel de los arreglos comunitarios. El reto consiste en descubrir el potencial que existe en la vida cotidiana, en las formas de supervivencia que la gente construye para hacer frente a la ausencia o presencia nociva del mercado y del Estado. En la comunidad, en reconocerla y respetarla, está la clave para erradicar el pesimismo y derrotismo que pulula en las oficinas de gobernantes, en muchas aulas de clase y en las reuniones de falaces representantes de lo público.

 

Justamente, este jueves 6 de marzo se lanza en Medellín un libro que tiene la intención de hacerle frente al pesimismo rampante con el que se aborda la complejidad de la minería aurífera del país; bajo el título Oro como fortuna se presentan los resultados de una investigación adelantada por la Universidad EAFIT y cofinanciada por Colciencias, en zonas mineras de Antioquia, Bolívar y Córdoba. Esta línea de trabajo para comprender los arreglos microinstitucionales de los territorios es un campo prometedor para brindar otro tipo de insumos a la opinión pública nacional. 

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