Nuestro debate público está lleno de opinadores, algunos ofrecen sabios consejos que nadie acata, otros se especializan en un área particular para convertirse en autoridad, pero buena parte se dedica a especular sobre lo divino y lo humano. Debido a su capacidad para desinformar y seducir ingenuos, estos últimos le prestan un flaco favor a los espacios democráticos de discusión sobre los asuntos públicos.
La denominada opinión pública es tierra de nadie y con frecuencia cae presa de propuestas anodinas sobre las que se derrama abundante tinta en clara manifestación de dar la espalda a los verdaderos males que aquejan el país: consumismo antes que hambre, intereses privados antes que públicos.
Las razones para estar bien informado son, entre otras, su valor intrínseco y la necesidad de contar con información para poder persuadir, influir y decidir. No obstante, en materia de agenda pública -salvo casos excepcionales- la oferta de información muestra un panorama desalentador; es necesario demandar opinión seria y de calidad para enriquecer los debates de nuestras decisiones colectivas. Es preciso superar la soberbia de los tecnicismos, el cortoplacismo de los gobernantes y los afanes de la opinión ciudadana.
Anthony Downs asegura que “El gobierno no sirve a los intereses de la mayoría tan bien como lo haría si ésta estuviese bien informada”, en consecuencia, políticas públicas encaminadas a favorecer a las mayorías están condicionadas a la presencia de ciudadanos bien informados en los espacios de decisión. Es cierto que la promoción de la participación ciudadana aún tiene un largo trecho por recorrer, pero es preciso desarrollar estrategias paralelas que aseguren acceso a información de calidad.