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Como miles de hombres que tuvimos a Sylvia Kristel como nuestra primera compañera sexual, tengo luto en el corazón por su muerte la semana pasada. Con ella, y más exactamente con su personaje Emmanuelle, se ha ido un momento revelador de la adolescencia colectiva, luz de una época que hoy puede considerarse puritana ante el auge digital de la pornografía. La revelación de una mujer desnuda, que accedía al erotismo a través de una cámara que la captaba vaporosa y liviana, y ataviada con la música de Pierre Bachelet, fue un toque muy alto para los muchachos que entonces nos debatíamos en virginal pelea con la testosterona.

 

En 1974, cuando estrenaron Emmanuelle, yo tenía 17 años. Había pasado mi infancia en el universo de las películas épicas y musicales que escanciaba en teatros como el Mogador, el México, el Olympia, El Cid, el Ópera o alguno de los Metro que por quedar en la ronda del barrio Santa Fe eran tan parte de la vida cotidiana como la Iglesia de las Angustias y el Crem Helado. Mi cuerpo había comenzado a cambiar en la dura tarea de crecer, y un personaje que no había visto ni en las láminas de anatomía del colegio adquiría autonomía en el medio campo de mi fisonomía.

 

Las mujeres más desnudas que había visto eran las de los afiches que colgaban en los talleres de mecánica de la calle 22 o en los Delbec de la 24, a los que iba a buscar balineras para construir patinetas supersónicas o carritos esferados, ambos vehículos en los que me despeñaba por las pendientes abisales del Parque de la Independencia. Las monas que tenían pegadas los mecánicos eran perturbadoras y abundantes, tan generosas en sus formas que uno se preguntaba si eran de este mundo. Más normalitas y accesibles eran las chicas de las pancartas cerveceras que, sin embargo, acababan de revolvernos ese nuevo componente químico llamado deseo sexual, que mancillaba para siempre la prístina relación cinematográfica que habíamos sostenido con mujeres como Rocío Durcal, Silvia Pinal, Marisol, Carmen Sevilla e incluso la veterana Sarita Montiel.

 

Creo que antes de la bomba que fue el estreno de “Emmanuelle”, había pasado por la cartelera la película “Helga”. Era como un documental primario de Discovery o National Geographic, pero la imagen de una mujer desnuda presagiaba nuevas cosas. Subtitulada como “La vida íntima de una joven mujer”, la cinta se anunciaba para todos, una de las categorías de la Junta de Censura, un veredicto supremo instalado a la entrada de los teatros que apartaba de la fila a todos los que no cumplieran con determinada edad. Era más fácil entrar a “Gorriones” en El Campín, vadeando un metro que controlaba la estatura, que colarse a la penumbra de lo prohibido. Aunque “Helga” era anunciada como una clase de educación sexual para todos, a los 13 años me plantaron en la entrada del teatro El Cid de la Calle 24 con Carrera 9ª y me dejaron comiendo Bonfruit en la cochina calle.

 

No recuerdo dónde vi “Emmanuelle”. Y no me lo perdono. Me indispongo con la memoria que me niega el recuerdo del teatro, pero me regala intacta la imagen de Sylvia Kristel y el tema musical que la envolvía mientras se desnudaba ante nuestras bocas abiertas y nuestras manos sudorosas. Sus gemidos descubrieron a la audiencia masculina de entonces, y para quienes hacíamos parte de los 11.000 vírgenes, nuevas resonancias de ese impulso que nos estaba levantando la vida. No sabíamos que una mujer podía hacer tantas cosas cuando le pasaba eso. ¡Y era sólo cinco años mayor que yo!

 

Hoy leo en la Wikipedia que Emmanuelle “superó los límites de lo que era aceptable en la pantalla en el momento, con sus escenas de sexo, así como escenas de violación, masturbación, y una escena en el «Mile High Club», en la que se muestra a una bailarina insertándose un cigarrillo en la vagina”. Todo lo anterior motivó que la junta inquisidora la clasificara como X, una de las partes más bonitas del triqui. No me acuerdo de nada de eso. Sólo evoco el rostro y el torso de Sylvia Kristel, la manera plástica cómo los franceses se relacionaban y la música dulce con que la despedían para tristeza del infeliz auditorio. Me niego a creer que me vi otra película y entonces no se había transformado el Coliseo.

 

Después hubo muchas cosas, incluso 11 películas más de “Emmanuelle”. Menciono para ilustrar a “Orquidea Salvaje”, “Nueve semanas y media”, “Portero de Noche” y la escena inicial de “Betty Blue”, que dejaron como un devaneo de guardería el encuentro de El Graduado con Mrs. Robinson. Pero la imagen de la primera Emmanuelle no se borró. No se borra ahora que Sylvia Kristel está muerta y yo estoy grande y puedo despedirla con la música con que siempre voy a recordar el romance que tuvimos. Si se puede llamar así.

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PERFIL
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Carlos Gustavo Álvarez G. nació en Bogotá en 1957. Es periodista, escritor, libretista de TV, asesor de comunicaciones y compositor. Se ha desempeñado como Director de Elenco, Editor Cultural y Editor Dominical de El Tiempo, Editor de revista Credencial y Subdirector de Cromos. Entre otros, escribió los libretos de la comedia "Don Camilo" y de la telenovela "Calamar", y con Bernardo Romero Pereiro (q.e.p.d.) creó al personaje "Guri Guri". Entre sus libros están: Bogotá de memoria, Paisas en Bogotá, La Vuelta a Bogotá en un poco más de 500 años, Angelita, Historia de una voluntad y En boca cerrada. Ha compuesto dos CD de canciones: "Son de Colombia" (2009) y "Tu amor" (2010) y "Palabras de amor", que circuló con "En boca cerrada". Ha sido columnista de Elenco, Lecturas Dominicales, El Tiempo, El Colombiano y en 2011 cumplirá siete años como columnista de Portafolio. Su página web es: www.carlosgustavoalvarez.net

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