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Pensar que el gobierno con su Decreto – Ley simplemente puso la primera piedra para terminar los trámites ‘jartos’, constituye una minusvaloración del impacto que durante siglos ha tenido en la cultura colombiana la institución del papeleo. Claramente establecida como un peaje propio de la España que nos colonizó, y en la que sus heraldos transoceánicos eran hombres de ninguna confianza, más bien licenciados para el pillaje y el saqueo, la tramitomanía encierra una antología de atentados contra la gente y la vida ciudadana. Serie de latrocinios que nos han lastrado mentalmente, hecho sangrar el bolsillo de varias generaciones de contribuyentes, enriquecido a las mismas generaciones de burócratas indolentes y malogrado la imagen del Estado, convirtiéndolo en un enemigo del progreso, una mina del enriquecimiento ilícito.

La primera consecuencia de esa absurda maquinaria –-a la que casi siempre se define con el término “kafkiano”, tal su contenido de tortura y ficción–, fue la derrota total de la confianza. De los unos en los otros, de nosotros en el Estado, de todos en los todos los asuntos. Al no existir o derrumbarse las nociones de transparencia, credibilidad de los procesos y agilidad de los procedimientos, germinó en nuestra mente colectiva la validez de la trampa y el culto del subterfugio. Sumidos en esa podredumbre, validamos la figura todopoderosa del tramitador, del agente delictuoso que se enriqueció con miles, millones de pesares y demoras, y que engulló en su laberinto nuestros minutos y nuestras horas, nuestra fe en una vida mejor, si a eso asimilamos la eficiencia, la prontitud, la simplicidad, la verdad.

El terrorismo de la fotocopia faltante, del sello esquivo, de la autenticación proterva, del listado maquiavélico de papeles inútiles amedrentó la vida ciudadana en cada minuto de su quehacer en el país, ni qué decir de cuando quería abandonarlo. Valdría la pena ahora recopilar ese informe nacional de la infamia, en el que se recapaciten las más tortuosas vueltas que acabaron con la salud, y hasta de pronto, con la vida de muchos colombianos. Sé que encontraríamos casos de la más indolente sevicia, ejercida incluso con ancianos que se envejecieron más gestionando paz y salvos y documentos, tramitando el camino viacrucis de la pensión que llega como recompensa al estertor postrero.

Nos aterra el país de la corrupción y la ilicitud. Nada qué hacer. Ese engendro salió también del papeleo, de la engañifa, de las volteretas tramitofílicas, del funcionario agazapado que extiende la mano para guardarse uno y otro billete y gestionar la salida del laberinto, abriendo el sésamo hasta donde alcance la cantidad, validando el poder del dinero para resolverlo todo, desde la autorización hasta el crimen.

¿Caerá ese aparato de deshonestidad que ha significado disfrazar durante siglos la parsimonia y el engorro de los asuntos públicos? ¿Seguirán vigentes instituciones y mitas y artificios notariales que se apoltronaron para fastidiar a los ciudadanos, lentificar y maldecir su imaginario de Nación, corromper su mirada de convivencia, sangrar el bolsillo colectivo y apoderarse de Colombia?

Los colombianos del sexto país más feliz de la tierra hemos estado haciendo cola y entregando papeles durante siglos. Mientras tanto, otros pueblos empleaban ese tiempo en aprender, crear, innovar, producir y progresar. Nos cambiaron la jerarquía de las expectativas. Y llegamos a considerar que el gran triunfo, lo máximo, guau, era poder sacar el pasado judicial después de un día de fila en el Das, obtener el Pasaporte, la certificación, el papelito.

Creo que es un paso trascendental el que se ha dado, pero que es solo el principio de un largo camino. Al final, luego de sacudirnos de esta mente colonial y usurera, descubriremos otro país. Cuando miremos al pasado de trámites, ocurrirán varias cosas: vamos a reír, a llorar, a henchirnos, tal vez, de indignación.

Mientras tanto, ¿quién nos devolverá a los miles de millones de colombianos el tiempo, el dinero y la fe que hemos perdido en filas, ventanillas, colas, sellos, vistos buenos, barandas, diligencias, vueltas, huellas, consultas, convalidaciones, requisitos, vayayvenga, firmeaquí y todos los instrumentos que sostenían esa máquina del terror?

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PERFIL
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Carlos Gustavo Álvarez G. nació en Bogotá en 1957. Es periodista, escritor, libretista de TV, asesor de comunicaciones y compositor. Se ha desempeñado como Director de Elenco, Editor Cultural y Editor Dominical de El Tiempo, Editor de revista Credencial y Subdirector de Cromos. Entre otros, escribió los libretos de la comedia "Don Camilo" y de la telenovela "Calamar", y con Bernardo Romero Pereiro (q.e.p.d.) creó al personaje "Guri Guri". Entre sus libros están: Bogotá de memoria, Paisas en Bogotá, La Vuelta a Bogotá en un poco más de 500 años, Angelita, Historia de una voluntad y En boca cerrada. Ha compuesto dos CD de canciones: "Son de Colombia" (2009) y "Tu amor" (2010) y "Palabras de amor", que circuló con "En boca cerrada". Ha sido columnista de Elenco, Lecturas Dominicales, El Tiempo, El Colombiano y en 2011 cumplirá siete años como columnista de Portafolio. Su página web es: www.carlosgustavoalvarez.net

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