Corría el mes de Noviembre de 2012. Había logrado, después de algunos meses, vender mi casa que había comprado 6 años antes, por la intercesión de la Santísima Virgen María, después de una crisis económica muy grande que tuve oportunidad de narrar en un libro que escribí, a fines del siglo pasado, como preparación a mi llegada al Opus Dei. Libro que titulé: «ME ATACÓ EL CANCER, GRACIAS A DIOS».
Esa casa, la había conseguido, después del muchos trabajos y de haber perdido todo mi patrimonio en negocios desafortunados que me dejaron en completa ruina, llevado de la ambición y la soberbia, sin que la prudencia obrara para conservar lo alcanzado, ante la sombra de la descomposición social y económica que se cernía sobre mi país en los últimos cinco años del siglo pasado.
Ahora, podía yo considerarme una persona nueva. Con la formación lograda en La Obra, había aprendido a llenarme de paz interior, a vivir la virtudes y a confiarme plenamente en el Espíritu Santo que, con su luz, había ya, hace algunos años, empezado a iluminar mi camino y darme confianza suficiente para recuperar lo perdido; no sólo en el orden de lo material, que se evidenciaba en una nueva bonanza que nos llenaba, a mi esposa y a mi, de satisfacción y tranquilidad; sino  también, en lo espiritual, cuando nuestro pelo empezaba a blanquearse, por el paso de los años, y los hijos y los nietos nos rodeaban de cariño, preparándonos para una vejez plena de tranquilidad.
El trabajo era maravillosamente gratificante pues, después de haber sido ejecutivo, CEO de grandes empresas multinacionales y nacionales y haber sido experimentado profesor universitario, me encontraba, ahora, vinculado a un colegio que era Obra Corporativa del Opus Dei, con todo lo que significa trabajar por la formación de los niños y procurarle los medios para su mejor bienestar y educación.
Pues bien, habíamos decidido, con mi señora, partir de un suburbio de la capital que quedaba muy cerca de la universidad donde con anterioridad trabajaba, para vivir más próximos al colegio en la ciudad; por lo que, en el proceso de venta de la casa, apareció un comprador. ¡Buena gente!, con una esposa y un hijo maravillosos. Él llevaba mucho años trabajando en una multinacional. Era un empleado medio, pero con muy buenas referencias y mucha estabilidad en su cargo.
Acordamos el negocio. Me dio el correspondiente anticipo del dinero de la operación de compraventa, firmamos la promesa y, dentro de ella, quedó claro que me pagaría con el producto de un préstamo que tenía aprobado de una compañía de
financiamiento hipotecario reconocida en el país.
Así las cosas, como lo solicitan estas compañías,  era necesario firmar la escritura de compraventa con la correspondiente hipoteca, traspasando la propiedad a mi cliente, de manera que me pudieran entregar el dinero, producto del préstamo que esta compañía le hacía, para terminar la operación.
El país, empezaba una de sus frecuentes crisis económicas, ahora, en el sector de inversionistas de bolsa; en la medida en que la más importante compañía de este tipo, con posición dominante de mercado, había abusado de su condición y de la confianza de sus clientes, utilizando sus dineros en operaciones indebidas que la llevaron a la intervención del gobierno y la congelación de todos sus dineros.
El día que me habían citado en la compañía de financiamiento  hipotecario, para la entrega del dinero correspondiente al préstamo de mi cliente, me encontré con que la acababan de intervenir, por ser parte del grupo de comisionistas de bolsa referido. La persona que atendia la ventanilla en la que debía reclamar mis dineros, me indicó que los fondos estaban congelados y, aunque mi cheque se encontraba en la caja, no podía entregármelo, pues estaba guardado con otros valores que se encontraban protegidos bajo sellos de la Superintendencia Financiera.
Me empezó a correr un frío estremecedor por mi cuerpo. Empecé a revivir la ya vieja historia de la pérdida de mi patrimonio y todas las implicaciones que ella había consigo traído. Miré el periódico y la televisión que, con las noticias de radio de esa mañana, indicaban que el grupo intervenido era muy grande. Que muchos millonarios y personas de clase media habían perdido en esta compañía sus dineros. Se relacionaban fondos de empresas privadas, universidades, fundaciones religiosas, etc.
Empezaba a perder la paz que había alcanzado, después de tanto tiempo, y mi alma se llenaba de rencor y de ira contra los mafiosos de cuello blanco que, permanentemente, asaltaban la buena fe de los ciudadanos, montando compañías de papel con las estafaban a la gente, en una cadena de fraudes sistemática que parece imparable en un país donde la gente se acostumbró a enriquecerse, de la noche a la mañana, de manera fraudulenta y en la más aberrante impunidad.
Sin hablar antes con nadie de mi familia ni mis amigos, me refugié, al salir de la oficina de financiamiento, en el oratorio de una Iglesia cercana, donde permanentemente está expuesto el Santísimo. Saqué de un bolsillo mi ordenador y me encontré con que estaba abierto un archivo en Word en que tenía anotada una oración a Don Álvaro del Portillo, sucesor de San Josemaria como Prelado del Opus Dei y quien, según cuenta la historia, fue persona decisiva en el manejo de las cosas económicas, desde el inicio y consolidación del Opus Dei. Leí la oración, me encomendé a él y pedí su intercesión. Me dediqué a meditar un rato, con el fin de no dejarme robar la paz y vi que no lo lograba, pues mi pensamiento inmediatamente volaba hacia las personas que habían tenido que ver con el robo de los dineros de esta compañía de corredores de bolsa, lo que acentuaba mi ira y no me dejaba recuperar la paz.
Recordé los tiempos de mi quiebra y la forma como había logrado llenarme de paz interior. Aprendí, en aquella época, que no se consigue paz sin perdón. Debía, nuevamente perdonar, ahora a los que pretendían quedarse con mi dinero ¿pero cómo hacerlo si me habían quitado lo que me pertenecía y no encontraba objetivamente justificación para perdonar? Recordé que, en la época de mi quiebra, me había ayudado mucho encontrar que, el perdón, más que un acto natural del hombre, es un acto  sobrenatural. De otra manera, ¿cómo se entiende que Cristo, en la Cruz, después de haber sido masacrado despiadadamente, se atreviera a decir: «perdónalos, porque no saben lo que hacen»? ¡Sólo Dios es capaz de tanto amor! Y nosotros lo logramos, si y sólo si, contamos con su asistencia espiritual que alcanzamos con Su Gracia, después de haberla recibido en los Sacramentos de la Confesión y la Comunión, donde nuestra Fe se llena de ella y por ella. Así, exclusivamente por ella. sin la intervención de la razón, alcanzamos el perdón.
Salí reconfortado del oratorio, después de despedirme del Señor y decir, con mucha Fe: que sea lo que Dios quiera, me entrego plenamente a Él.
Con esta misma confianza me dirigí a hablar con mi esposa, quien me lleva mucha ventaja en el proceso de búsqueda de la santidad. Entré a la casa, le conté los detalles de lo que pasaba. Me respaldó en todo lo que había hecho y, en profunda paz, nos dedicamos, con mucha creatividad, a buscar alternativas para solucionar la cosas y poner de nuestra parte todo lo que podíamos hacer.
La primera opción era hablar con el comprador de la casa y decirle que debíamos deshacer el negocio, reversaríamos la escritura de venta y, si fuera el caso, cobraríamos las arras, dinero que las partes se comprometen a pagar a modo de indemnización, si no se cumple, por alguna de las partes, con los compromisos pactados. Esta perspectiva no nos parecía correcta, en la medida en que el comprador no tenía ninguna culpa con lo que había sucedido. Pero era evidente que, en ese momento, no éramos dueños de nuestra casa y tampoco teníamos el dinero de la venta.
Mi esposa me dijo que habláramos con el cliente, sin ninguna prevención, para ver qué proponía. Así lo hicimos y su charla nos ratificó que estábamos ante un hombre de bien. Nos dijo que haría todo lo posible por conseguir el dinero y que, si no lo lograba reversaríamos el negocio.
Al otro día, recordé que tenía un amigo, ex socio de negocios de otras épocas, quien era sobrino del banquero más importante del país y uno de los hombres más ricos del mundo. Hablé con él y, en la charla, se nos ocurrió que una de las filiales del banco de su tío podía comprar el crédito. Hablamos con el presidente de esa entidad y nos dijo que todo dependía de: los estudios del crédito, de la situación en que estaba la compañía de financiamiento  y de que los analistas del banco lo recomendarán. Nos advirtió que la condición de mi amigo como sobrino del dueño no determinaba la factibilidad del negocio, pues ellos solo se movían en función de la seguridad financiera de sus operaciones. El tema, no pintaba bien.
Por lo que se apreciaba y lo que comentaban las noticias, parecía que la operación no iba a tener mucha viabilidad, por lo menos, dentro del tiempo que yo necesitaba para cumplir los compromisos de compra de mi nuevo apartamento, donde ya se estaban venciendo los plazos. Tardamos, con mi cliente, varios días, recogiendo documentos y convenciendo a la compañía de financiamiento que aceptara la operación. Ellos no querían perder el negocio y estaban esperanzados en que otro grupo financiero invertirá en la empresa, resolviera los problemas y entregara los dineros a las personas que, como yo, nos encontrábamos en esta desesperada situación.
Al fin, después de mucho ir y venir, logré que la compañía intervenida, por medio de los interventores,  aceptarán  la venta del crédito, y presenté los papeles a la filial financiera del tío de mi amigo. Las noticias en la prensa habían disminuido el interés por el negocio, por lo que la información que se me dio era que los analistas no darían concepto favorable. Por lo que empecé a sentir que la cosa no saldría bien.
Ya me había llegado una notificación, de la compañía constructora en la que tenía el negocio de compra de mi apartamento nuevo, en la que me informaban un plazo máximo de entrega del saldo, que era muy corto, y si no lo cumplía, perdería el apartamento que me había comprometido a comprar con la venta de mi casa y descontaban mis arras.
Ya corría el mes de diciembre y las clases en la universidad, donde era docente, estaban cerrando su periodo académico. Una llamada entró a mi oficina y, desde el otro lado de la línea, la voz de la coordinadora académica de una de las especializaciones, me preguntaba si no tendría inconveniente de que, a estas alturas, dictara un módulo de ética empresarial, para algunos estudiantes que lo requerían, de manera extemporánea. Acepté gustoso y, al otro día, me dirigí a cumplir con este compromiso.
La clase prometida, no constaba con más de doce estudiantes, por lo que pintaba ser muy agradable, por la fácil participación de todos y cada uno de los asistentes. Empecé pidiendo, a cada uno, que se presentara, de manera muy rápida,  para luego hacer yo la mía. ¡Cual no seria mi sorpresa! al ver que tenía una alumna que trabajaba en la institución financiera del tío de mi socio!
En el descanso, para el refrigerio, pedí a mi alumna de marras que me contara qué función desempeñaba en la institución financiera en la que trabajaba. Ella me indicó que trabajaba en el departamento de evaluación de crédito. La ansiedad me invadió  de inmediato y le conté que, el día anterior, había entregado a esa institución los papeles de mi solicitud de compra de este crédito. Ella me preguntó el nombre de mi cliente y, ¡para mayor sorpresa!, me mostró en su celular una instrucción de su jefe donde le pedía el favor de darle un concepto, lo más pronto posible, sobre la situación de la posible compra del crédito para mi cliente.
¡Esto no podía se posible! ¡Estaba dictando una clase de ética empresarial a la persona que tenía en sus manos la salvación de mi vivienda! Esta ciudad en que vivo tiene más de ocho millones de habitantes.¡La funcionaria analista de mi crédito formaba parte del exclusivo club de doce, dentro de ocho millones de habitantes, que estaba tomando mi clase!
Al día siguiente, recibí un mail de mi alumna, en el que me indicaba que había dado aceptación al negocio, a pesar de la operación tan riesgosa, por haberme conocido y consideraba un imperativo ético salvar a su profesor de esas situación.
El dinero me fue entregado y, el tío de mi amigo, que por esta vía supo del negocio y las oportunidades que el mismo le mostraba, decidió comprar la compañía de financiamiento hipotecario que me había creado el problema y salvó a muchos que se encontraban en mi situación.
No me queda más que dar gracias a Don Álvaro del Portillo porque, su intercesión, permitió que Dios me indicara el camino y nunca perdiera la paz.
A veces, pretendemos indicarle a Dios la manera como nosotros vemos que se deben resolver los problemas, pero olvidamos que solamente basta con que nos pongamos  en sus manos para que Él nos indique el camino. Solamente se requiere la suficiente inteligencia espiritual para poner los medios a nuestro alcance y dejar a Dios obrar.
Nuevamente, ahora, como antes, solamente me queda por decir: ¡GRACIAS A DIOS!