Pasan los años inexorablemente.

Van quedando en el camino amigos que se fueron antes que nosotros, sueños sin poder realizarse, amores perdidos en un largo viaje transcurrido, donde la adolescencia se pierde en la infinidad del pasado, sin poder saber a dónde fueron y si aún se encuentran perdidos en lo que podría ser la penumbra de una vejez que ya no podemos acusar prematura.

Nos vemos diferentes. Ya no somos los mismos. Parece que, en la medida en que el sol cae sobre nuestras espaldas, el brillo de su luz energizante se va diluyendo y, las figuras que distinguíamos tan claras, ahora son difusas.

El camino que veíamos tan despejado y todas las cosas que nos rodean, se tornan confusas. Ya no son tan fácilmente interpretables. Más aún, a veces, dudamos de su existencia.

Nos volvemos como siluetas que marchan inexorablemente a un final que se manifiesta próximo, pero tampoco tenemos fuerzas ni ánimo suficiente para eludirlo. Simplemente lo aceptamos porque no tenemos manera de oponernos a ese destino.

Algunos de los caminantes de este trayecto, que no esperábamos tan corto, empezamos a aceptarlo por fuerza de las evidencias de los que ya se fueron y dan testimonio, por su ausencia, de la que nunca hay retorno. Pero tampoco nos dicen por qué se fueron o en qué momento se los llevaron, ni nos dan certeza de sus nuevas experiencias, si es que las han tenido.

Estamos al final de la jornada.

Algunos, así lo sentimos. Otros, compañeros del mismo viaje, aún ríen y bailan, y hasta tienen anhelos y hacen proyectos. No se dan cuenta que son irrealizables puesto que ya no hay tiempo. Además, ya a nadie le interesan.

Somos viajeros en un tren donde el vagón que ocupamos, poco a poco, va quedando vacío.

Nos apegamos a Dios porque es lo único que nos queda. Y recordamos las palabras de San Pablo: si Jesús no resucitó, vana es nuestra Fe. (I Corintios 15,14)

Es la Fe en Dios, esa creencia en un ser supremo y omnipotente del cual venimos y hacia el cual vamos. Es Jesús que nos da la fuerza para aceptar nuestro destino mortal pero lleno de esperanza en una vida futura.

Es la nueva luz que pronto nos iluminará, ya no, en un nuevo camino, sino en nuestro lugar de destino.

Allí no habrá más viaje, porque ya habremos llegado, no habrá dolores, porque ya habremos sido curados, no habrá pasiones, ni buenas ni malas, porque nuestra alma será pura.

Solamente disfrutaremos infinitamente de un universo de contemplación pleno del cual seremos partícipes, ahora, más pronto que tarde, por la Gracia Divina.