El lindero que existe entre el empresario y el Estado está marcado por la línea roja que separa los intereses de ambas partes.

En este orden de ideas, la capacidad emprendedora y creativa del primero, se complementa con la capacidad de control y promoción del segundo, lo que, de por sí, constituye una asociación poderosa para el desarrollo y progreso de los países que comprenden, a profundidad, las implicaciones de esta alianza.

Pero esta alianza, en países como el nuestro, se altera y corrompe, en la medida en que a los empresarios se les permite su participación en los órganos de decisión política de la dirección del Estado, formando, incluso, parte de la nómina de los altos organismos de dirección del mismo.

Esto rompe con la capacidad de control sobre los sectores a los cuales pertenecen los empresarios vinculados y desequilibra la labor de promoción, dirigiéndola a satisfacer intereses particulares de los agremiados del líder empresarial que los representa, en detrimento de los de la gran mayoría de la población que ve sometidas sus necesidades a los privilegios de los empresarios de turno.

Es necesario, de una vez por todas, proponerse el rescate del Estado, para entregarlo a manos de funcionarios eficientes, no empresarios. Funcionarios procedentes de carreras desempeñadas limpiamente, liderados por políticos, en todo el sentido de la palabra. No politiqueros corruptos, sino personas comprometidas con los intereses de las mayorías de la población y con honesta sensibilidad social, que no representen a los empresarios, pero que sí entiendan la importancia de su papel en una sociedad moderna y competitiva.