Otro dia que cae, en medio de la incertidumbre que a muchos nos embarga. Las horas pasan y, lo que antes era predecible, ahora parece un ejercicio imposible. Los amigos nos necesitan, quieren hablar con nosotros de aquellas cosas que eran intrascendentes, pero, ahora, parece que nada es intrascendente. Todo importa y todo nos afecta de manera importante. Sabemos de noticias que nos golpean todos los días: los amigos que no pueden enterrar a sus familiares; una madre llora, porque las autoridades indolentes cremaron el cuerpo su hijo muerto, sin contar con ella; un presidente, lleno de buenas intenciones, rodeado de pirañas que quieren aprovechar la oportunidad al ver tanto dinero rodando y, todos, queriendo participar de la piñata; los responsables de la seguridad nacional y local, no vacilan en abandonar sus obligaciones, para tratar de lucrarse también de esta orgía. Unos, muy pocos ellos, tratan de llamar al pueblo al buen juicio y a la solidaridad que, naturalmente, creíamos era parte de nuestra esencia como especie, pero, los hechos muestran que, probablemente, estábamos equivocados.
Mi mente se llena de imágenes y recuerdos y, como siempre, me refugio en las Sagradas Escrituras. Abro este precioso libro en cualquiera de sus páginas y, allí, me encuentro con Sodoma y Gomorra, ciudades destruidas por Dios, a pesar de la persistencia de Abraham para que ello no sucediera. Esas ciudades, según la historia, habían perdido su espiritualidad y se habían entregado plenamente a los placeres materiales, la sensualidad del cuerpo, la ambición por el dinero y el poder sobre los demás, que se evidenciaba en usar al otro para la satisfacción de sus propios deseos y propósitos egoístas, sin el menor asomo de compasión por nadie.
Vuelvo a mirar lo que dicen los noticieros y lo que se lee en los periódicos; y veo la violencia descarnada; a líderes del mundo que han perdido el norte y someten a los demás con sus mentiras que generan miedos irracionales y, por medio de ellas, someten a sus pueblos, los engañan y les transmiten sus odios raciales mezclados de prepotencia, sin atender a las advertencias de los que, en otras épocas, eran personas respetadas y escuchadas. Todo con el propósito de imponer su ley, que no es la de Dios ni la del pueblo. Es exclusivamente la suya, con su particular punto de vista.
El pueblo, seducido por esos discursos de tales líderes malignos, se entrega, sin raciocinio, a ellos, movidos por sus pasiones, estimuladas por anticristos que no saben hablar sino en contra de otros y no entienden de solidaridad ni caridad.
El hambre que recorría las regiones más apartadas del mundo y las ciudades, empieza a ser percibida por los ciudadanos de las clases media y altas de las grandes urbes, que empiezan a ver aterrados que eso, que negaban, era una realidad que ahora golpea a sus puertas y, aterrados, llenos de miedo, gritan contra los inmigrantes, acusándolos de bandidos y forajidos, cuando lo que su actuar manifiesta es la desesperación y la angustia de morir de hambre.
Esas eran las Sodoma y Gomorra de antes y de siempre. Ciudades que, en la historia de la humanidad, han existido y desaparecido, sin que nos sirva de advertencia, repitiendo, época, tras época, las mismas estupideces.
Ahora estamos, cada uno, en nuestro confinamiento; viviendo, nuevamente, esta experiencia y, como Abraham, pedimos a Dios la compasión que nosotros no hemos practicado. Pedimos una nueva oportunidad y, como siempre, decimos que vamos a cambiar.
Pero, ¡que va! Seguiremos siempre con nuestros defectos y debilidades.
Ha llegado la hora de recurrir a nuestra espiritualidad olvidada, retomemos nuestro sentido de transcendencia y pidamos, sinceramente, el perdón de Dios