Mi asignación, dentro de la organización de La Compañía Colombiana de Cerámica, como ingeniero, se concretó en la División de Montajes, encargada de todos los trabajos de instalación de nuevos equipos, dentro de un proceso de modernización de plantas de producción que, dentro de la Organización Corona, siempre ha sido frecuente en todos sus negocios.

En esa división, también estaba la responsabilidad sobre los temas de sostenimiento de edificios y áreas de servicios, la cual, lideraba un excelente maestro de obra, llamado Alberto Yepes; curtido trabajador en temas de obras y edificios, a cuyo nombre se habían comprado los terrenos de la fábrica en los años 60s. Esto muestra la confianza que la organización tenía en este hombre. Él pagaba los anticipos de los contratos de los contratistas de obras civiles, los sábados, cada ocho días. Su disciplina era muy estricta y, gracias a ello, se podían manejar varias decenas de trabajadores independientes que hacían muchas de las obras que se requerían, en medio de actividades muy intensas, con personas, muchas de ellas, venidas de otras plantas de la Organización Corona en Antioquia que, atraídas por las oportunidades que brindaban los proyectos que en esta empresa se adelantaban, habían venido a Madrid a buscar mejor fortuna.

Del maestro Yepes, aprendí muchas cosas que nunca, como Ingeniero, hubiera podido pensar que aprendería de una persona que no había pisado una universidad. Su liderazgo sobre personas de muy poca educación y cultura, difíciles de manejar por su tendencia a la indisciplina, y su concepto, muy reducido, de la libertad personal, hacia que el control y supervisión de este tipo de personas fuera muy difícil, pero comprendí, por él, que, el liderazgo, tiene una relación muy estrecha con la claridad en el manejo de las comunicaciones, la preocupación por los problemas de todas y cada una de las personas –aún en el orden personal y familiar–, así como ese don de mando que conlleva la correcta utilización del respeto bien ganado.

De él aprendí, además, que los temas de la ingeniería que, en la universidad había conocido por medio de libros y enseñanzas de profesores eméritos, no eran suficientes, para, en la práctica, tener un adecuado desempeño. Había que tener experiencia, entendida como el conjunto de vivencias en las cuales se aprendía a adecuar las tareas a las realidades y circunstancias que limitaban las posibilidades de la aplicación de la teoría, mezclando, ese aprendizaje práctico de los que sabían el oficio, con lo que los ingenieros habíamos estudiado.

Aprendí de él, por ejemplo, que no era necesario utilizar sofisticados aparatos de identificación de nivelación del terreno, cuando se disponía de un balde de agua y una manguera. Era la aplicación que el maestro Yepes utilizaba, de la conocida ley de los vasos comunicantes que los estudiantes aprendimos en el colegio y los laboratorios de la universidad, pero que, personas como el maestro Yepes, aplicaba, de manera muy profesional, para identificar todas las variaciones de los terrenos donde iba a realizar sus construcciones.

Algún día, en nuestras largas y amenas tertulias, después de jornadas duras de trabajo, me contaba cómo, muchas de las grandes carreteras que aún se utilizan hoy en Colombia, habían sido trazadas hacía más de 50 años, con baldes, mangueras y la huella de un burro que, a pesar de su mala fama de cuadrúpedo, bastante torpe, marcaba el sendero por donde iría el trazado de la vía, cuando la información obtenida del agua en la manguera, indicaba que la pendiente de la vía era aceptable.

Tenía, como compañero, en esta división de montajes, a un ingeniero de mi edad, recién egresado y procedente de la Universidad Nacional, Guillermo Durán era su nombre. Hicimos muy buen equipo. Su manera de trabajar y enfrentar los problemas era admirable y ello, complementado con una excelente capacidad de comunicación que enganchaba a todos los que le rodeábamos, mostraba en él unas dotes de liderazgo que, acompañadas con un gran espíritu de compañerismo, le daban mucha cohesión al grupo de la división de montajes que lideraba un ingeniero mecánico de buena experiencia llamado Gustavo Vélez.

Complementaba el equipo un costeño, buen trabajador, excelente dibujante, que le daba forma física, en planos, a nuestros diseños civiles y mecánicos, que con sus recomendaciones, quedaban listos para entrega a los contratistas que harían las obras bajo nuestra supervisión. Pedro, era su nombre. Su humildad y cariño, siempre los llevaré en mi corazón.

Ese equipo, construyó: parte del barrio Gabriel Echavarría, en Madrid, Cundinamarca, para trabajadores de la empresa; una planta de tratamientos de aguas; una ampliación de las bodegas de despachos; una vía circunvalar para transporte de materias primas; y, lo más interesante, para mí como ingeniero civil, fue participar en los desarrollos de las plantas de revestimientos cerámicos y de porcelana sanitaria, ampliando sus áreas de materias primas, montando los equipos de filtración de polvos finos que reducirían, de manera importante, los niveles de contaminación; el montaje de tres prensas marca Sacmi, y un horno túnel, para la quema de los revestimientos cerámicos, con asesoría de ingenieros italianos y la muy buena dirección de ingenieros de Sumicol S.A.–empresa de ingeniería de la Organización Corona–, como Gabriel Arango y Antonio Mesa, quienes me formaron integralmente en las técnicas de las ingenierías complementarias en los procesos de modernización de las planta industriales como la civil, la mecánica, la electrónica y, en aquellos tiempos, la nueva electro-mecánica.

Muchas veces, pensaba en estas cosas, mientras, en algunas ocasiones, pasaba las frías noches, tratando de dormir, al lado de los hornos y secaderos túnel. Pues había que controlar que, una vez prendidos, su gradiente de temperatura no pasara de los límites permitidos, para evitar el agrietamiento y posible colapso de tan maravillosas construcciones.

Todo este intenso trabajo que, en muchos momentos, nos exigía jornadas de 24 horas diarias, nos dieron la disciplina necesaria para complementar nuestra formación y la oportunidad de alcanzar los logros que, cuando se hacen las cosas bien, son la mejor satisfacción que se puede alcanzar cuando se empieza a vivir la vida profesional.