Nos vamos envenenando. Nos vamos degenerando. Nos vamos muriendo. Nos vamos acabando en medio de nuestros pensamientos y andares por un mundo que, cada vez, menos comprende, menos entiende y menos coopera, para que, los que nos rodean y nosotros mismos, nos ayudemos, en procura de lograr una mejor calidad de vida, en lo que algunos, en algún momento, llamaron, una civilización del bienestar.

Es un anhelo que nos embriaga y nos invita a soñar en un mudo mejor. Es como el deseo permanente y no alcanzado, por tener un baño fresco que nos lave, pero que también nos renueve y nos limpie de todo aquello que nos mancha y nos ha ensuciado hasta que pareciera que olemos mal.

Es la sensación maravillosa de sentir que nada de lo básico que permita que tengamos una vida digna, nos vaya a faltar.

Pero, es también el sentimiento de solidaridad que sentimos que nos apoya cuando viene de quien, sin interés distinto de la ayuda, nos ofrece su mano para podernos levantar.

Es esa sensación de libertad que nos anima siempre a respetar los derechos de los demás. Ese alegría austera que, sin excesos, nos permite festejar.

Es ese transcender perenne que nos hace sentir que con la muerte la vida no termina. Que no seremos olvidados y que siempre el futuro será mejor.

Es, en fin, esa como utopia que anhelamos, para sentirnos renovados, seguros, estimados y plenos de capacidad de amar.

Ese bienestar que tanto buscamos, se nos escapa, como el agua entre los dedos, cuando no volvemos a rezar.