No soy político, ni politólogo, ni pertenezco a partido político alguno, pero no puedo menos que reconocer la persistencia de un hombre que se ha jugado su prestigio político y personal, a pesar de sus contradictores, por un bien superior como es buscar, a toda costa, la paz para su pueblo.
Juan Manuel Santos, es el delfín de una familia privilegiada, gracias al dinero que un buen negocio, como el periódico El Tiempo, les pudo dar. Pero, además, es de una familia enquistada en las más rancia estirpe de la sociedad de Bogotá. Lo que los marxistas denominarían: un aristócrata, oligarca, más que un simple burgués, hijo de las más enraizadas familias bogotanas, en un país pobre y con uno de los índices de desigualdad social y económica más grandes del mundo.
Colombia, no solamente es un país pobre, sino tremendamente injusto, con unas castas emergidas del desplazamiento de la tierra de más de 6 millones de campesinos miserables, con base en la violencia que ellas, a través de terceros mercenarios, han acaparado desde la independencia de España.
El fenómeno de los paramilitares, no es invento de un ex presidente venido de esa historia violenta de acaparamiento de tierras en los campos de Antioquia y Córdoba, sino que viene de mucho tiempo atrás. Es parte también de la colonización del país, que se hizo, no solamente con el desplazamiento de los indígenas, propietarios originarios de las tierras, sino de los primeros colonos; familias pobres que buscaban nuevas oportunidades, pero cuyo sueños no pudieron lograrse, por el robo de sus terruños a manos de grandes terratenientes violentos.
Contra esas fuerzas, enormemente peligrosas y corruptas, es contra las que ha tenido que luchar Juan Manuel Santos, a pesar de sus contradicciones sociales.
Todo ello, unido a la indiferencia de las nuevas sociedades emergentes de las grandes ciudades, que ven la guerra por televisión y toman partido como un buen espectador de telenovelas. ¡Qué fácil es así oponerse a la paz! y seguir en la guerra hasta acabar con el último de los autores materiales, pero no intelectuales, de este desastre humanitario que ha vivido Colombia.
Porque los autores intelectuales somos, ustedes y yo, que apoltronados en nuestra residencias, indiferentes al dolor ajeno, nos atrevemos a expresarnos como el mayor de los criminales: ¡qué maten a todos esos «hijueputas»!
Pues, tendrían que matarnos primero a Usted y a mí. Por esa mala sangre que siembra odio y violencia y que pretende acabar el mal con otra dosis mayor de mal.
Admiro el trabajo realizado por Juan Manuel Santos. Nunca, en la historia reciente de Colombia, se ha hecho un trabajo tan meticuloso, ordenado y con la participación de personas y entidades más idóneas de Colombia y el mundo, en lo que conozco de nuestra historia.
No lo hizo Rojas Pinilla con las guerrillas liberales. Ni se hizo con la UP, a cuyas mayorías, las asesinaron en las ciudades de Colombia, con la complicidad de esos televidentes que ven la violencia, desde sus casas, como las corridas de toros. Ni con el senador Uribe, en 1982, cuando presentó al congreso el proyecto de amnistía e indulto, sin reparación ni castigo, para el M 19, grupo que mató a los magistrados de la Corte Suprema de Justicia, y quemó, en el asalto, los expedientes del narco tráfico por encomienda de Pablo Escobar Gaviria, a quien, el papá de nuestro ex presidente de marras vendió su helicóptero y cuyo primo es su mayor asesor.
Por todo ello, no me avergüenza decir que admiro a Juan Manuel Santos, a pesar de sus limitaciones y defectos; muchos de ellos, menores a los de aquellos que solemos criticarlo.
Pasará a la historia, por su persistencia y por haber puesto por encima de sus intereses personales y su prestigio, la paz para Colombia; si los interesados en la guerra, no logran, como siempre, seguir haciendo de Colombia uno de los países más pobres, violentos y desiguales del mundo.
¡Dios salve a Colombia!