Habiendo comentado la importancia de la primera fortaleza de un gerente: la fe, es necesario hablar, en este momento, de la segunda fortaleza. La esperanza
Como la anterior, determina el talante y, ¿por qué no decirlo?, el carácter del gerente que, para ejercer con propiedad el liderazgo de la organización, se constituye en condición necesaria para cumplir con el papel que le corresponde en función de marcar el norte del trayecto a seguir.
Ella resuelve los miedos y las depresiones. Nos muestra la luz al final del túnel. Es la virtud que da sentido a la gestión y a los esfuerzos, cuando pareciera que los límites de lo posible se han agotado.
Esta cualidad, además de alimentar el alma del líder para dar soporte a sus deseos de seguir adelante, contribuye a animarlo, para compartirla con sus colaboradores y aquellos que pueden incidir, de manera importante, en los procesos de gestión que se centran en el alcance de los objetivos propuestos; pero que, por circunstancias no previstas, atentan contra los logros esperados y tienden a desesperar a los equipos que en la organización se conforman, produciendo desaliento y desánimo en los miembros de la organización
La esperanza conduce a la paciencia. Entendida como paz interior que permite un análisis más ecuánime de las decisiones, sin la precipitación que conduce, casi siempre, al error, las improvisaciones y los malos entendidos. Aspectos que inciden en materia grave en los costos de las decisiones y atentan contra el patrimonio económico y moral de la institución.
La esperanza se soporta con la fortaleza de la fe y, las dos unidas, se manifiestan en la confianza. Objetivo central de la calidad total y el mejoramiento continuo de la instituciones
Esta confianza, cuando se alcanza, asegura la fidelidad del consumidor y la entrega eficiente de todos los trabajadores a la organización