Estamos en un mundo donde el espíritu competitivo nos reta a ser mejores cada día. A dar lo mejor de cada uno. A esforzarnos y exigirnos, sin descanso. A utilizar las mejores herramientas para cumplir con este propósito.

Y, todo esto ¿para qué?

La repuesta a esta pregunta es fundamental. La que da sentido a todo lo anterior.

Si nos equivocamos en la respuesta, estaremos fácilmente fuera del juego y perderemos la paz que necesitamos tanto, no solamente para lograrlo, sino para nuestra propia realización personal: ese sentimiento interno que trasciende a nuestra espiritualidad y que nos hace sentir que hemos hecho las cosas bien.

Para dar la respuesta adecuada, debemos, necesariamente, considerar la esencia de nuestra condición humana. Entendernos como personas y comprender la razón de ser de nuestra relación con el otro; esa persona que, circunstancialmente, por corto o largo plazo, comparte nuestro camino.

De los frutos logrados de esta relación, dependerá, no solamente el disfrute de la misma, sino también el encuentro que da sentido a nuestra existencia.

No necesariamente somos lo que pensamos de nosotros mismos, sino que, fundamentalmente, nos identificamos y nos identifican, por el aprecio sincero y la valoración plena que el otro tiene por cada uno de nosotros.

El tema, entonces, parte desde la definición misma de lo que consideramos competencia.

Cuando la apreciamos, de manera primaria, nacen nuestros sentimientos más egoístas y soberbios que nos llevan a pretender ser más que los demás. Y, luchamos por tener el reconocimiento que no merecemos. Nos volvemos autoritarios e, irracionalmente, actuamos de manera terrorista, por nuestra incapacidad para participar en comunidad con sentido de solidaridad y servicio, lo que nos lleva a pretender que todos los demás se acomoden a nuestra manera de ser y de pensar para, de esta forma, someterlos y poder satisfacer ese ego que nos hace sentir que hemos ganado porque llegamos primero que los demás y, aún más grave: a costa de los demás.

El sentimiento de poder, entonces, no nos llena, sino que sentimos que nos embarga una sensación extrema de soledad. Sentimos que nos rodea mucha gente, pero no contamos con ninguna compañía.

Es el el momento en que todo lo logrado pierde sentido, porque los que, en algún momento, quisieron ayudarnos, ya no están con nosotros. Los hemos perdido, por culpa de nuestro orgullo que nos hizo creer ganadores en una competencia que descalificó a todos y nos dejó «rumiando» nuestra propia soledad.

Es cuando teniendo todo, se siente la sensación de no tener nada, porque, a pesar de haber acumulado mucho, nunca lo compartimos ni lo alcanzamos solidariamente con el otro, sino a costa de aquel que era nuestro hermano y compañero en el sendero.

«La tarea que me he propuesto llevar a cabo es la siguiente: cómo evitar los males de la competencia mientras conservamos sus ventajas.» (Alfred Marshall)

La competencia, no debemos entenderla como una carrera para descalificar al otro. Es la capacidad que desarrollamos con esfuerzo para que todas nuestras potencias: físicas, mentales y espirituales, se pongan a disposición del otro, de manera que alcancemos logros compartidos que beneficien a toda la comunidad.

Es el sentido social que transforma la comunidad en bien de todos, para su bienestar y progreso; que resulta de ese espíritu de servicio que alcanza, por sí mismo, el aprecio y cariño sincero de quien percibió este comportamiento.