El desarrollo de un país depende, en buena parte, de la educación de su pueblo, la salud que el mismo tenga y las fuentes de trabajo que le permitan llevar una vida digna.
Conviene preguntarnos entonces: ¿cómo se lograr esto?
La respuesta evidente es: con el conjunto de una sociedad organizada y alineada a cumplir este propósito que transciende, en la vida de esta y sus futuras generaciones, en función de su capacidad organizativa que permita el cumplimiento de este propósito.
El catalizador necesario para estimular este objetivo, lo constituye un Estado suficientemente fuerte y apreciado por la sociedad que lo respalda y lo promueve, porque, a través de sus gobernantes, logra la empatía suficiente con las personas que reconocen su liderazgo, de manera libre y responsable, para bien de todos y cada uno de sus miembros.
Corresponde, entonces, a los gobernantes, ejercer su función, respetando los propósitos aquí expuestos y haciendo que el conjunto de la sociedad los respete; escuchando la opinión de cada unos de los miembros de la sociedad que, para ello, se organizan, nombrando sus representantes que transmiten sus ideas sobre el cómo alcanzar estos propósitos fundamentales, dentro de organismos democráticos como las Asambleas o Congresos constituidos para tal fin.
Por lo anterior, esa sociedad confía la aplicación del conjunto de normas que regulen el comportamiento del gobierno y sus ciudadanos en un organismo independiente de toda ideología, que pretenda promover, o mejor, asegurar, que todos y cada uno de sus miembros cumplan con las regulaciones que se han fijado para que, quien atente contra estos principios, sea juzgado y castigado, como corresponde al tamaño de su infracción.
Siendo esto así. No se entiende que unos gobernantes elegidos por su pueblo, con este propósito, pretendan salirse de los linderos que le pone el Estado para romper los equilibrios necesarios que se dan entre las partes que lo componen, y pretenda desconocer las funciones de cada uno de los organismos que conforman su estructura, con el fin de imponer su parecer, y desconozca la función que cada sector ejerce democráticamente con el fin de alcanzar los propósitos fundamentales aquí expuestos.
El gobernante que pretende desconocer el Congreso o las Asambleas popularmente elegidas para representar al pueblo y convoca a las calles a sus partidarios para romper el orden establecido, debe responder ante los organismos del Estado por desacato y extralimitarse en las funciones que el mismo pueblo democráticamente le ha confiado.
Cuando un gobernante manifiesta su intención de romper estos equilibrios y busca salidas diferentes para imponer su criterio por fuera de las reglas de juego democráticamente establecidas, no puede victimizarse y declararse perseguido y asediado injustamente por una sociedad que le exige ajustarse al juramento hecho ante ella y la constitución que se propuso defender.
Corresponde, por tanto, a los organismos del Estado que les compete, denunciar el hecho ante la sociedad toda y aplicar las normas con fuerza de ley, con la debida celeridad y urgencia, de manera que se asegure la estabilidad del Estado y se tomen las medidas que corresponde con fuerza de ley, ante quienes incumplen el principio fundamental que implica el respeto a las instituciones establecidas para asegurar su supervivencia y sustentabilidad.
En el caso colombiano, esto se hace evidente y nos alerta para evitar que la crisis actual del Estado, promovida desde el Gobierno de turno, culmine con la desaparición del Estado de Derecho, como ya ha ocurrido en Venezuela y Nicaragua.