Recuerdo la costumbre que teníamos en la casa de mis padres. Era derivada de la convicción de mi padre, que no se cansaba de decirnos, desde niños: “el hogar se hace alrededor de la mesa”.
Los almuerzos y las comidas eran siempre lugar de encuentro con el que se afianzaban las relaciones de la familia. Se comentaban los últimos sucesos de cada uno y, mis padres, aprovechaban para darnos un poco de cátedra sobre la vida, la sociedad, el mundo de los deportes y mucho más. Sin que faltara algo de la política que como bicho venenoso, siempre penetra en los hogares para dividir, más que para unir.
Eran momentos, siempre agradables, aunque, en muchas ocasiones, eran bien aprovechados para formarnos a mi y a mis hermanas. Aspectos religiosos, propios de un hogar cristiano, se combinaban con pautas de comportamiento humano que, generalmente, tenían como referente la “Urbanidad de Carreño”, libro en que aprendimos, casi todos los colombianos, en nuestros colegios, todo lo que tenia que ver con el respeto por el otro y los buenos modales que se debían mantener en cada lugar, dentro de la familia y la sociedad.
Era oportunidad maravillosa para actualizarnos de los temas de la familia y de los amigos. Todos opinábamos. Aunque los hijos guardábamos un respeto, un poco extremo. Con mi padre, mi madre y entre hermanos, nos tratábamos de Usted, no de tú.
La madre, aprovechaba, para apoyarse en la autoridad del padre, para afianzar sus decisiones que, generalmente, se concretaban en una instrucción clara: “a su mamá se le obedece y se le respeta.”
Sin embargo, esa disciplina de familia ya olvidada, no ocultaba las caricias de los padres y el apoyo tierno, en todo momento, que nos hacía sentir seguros y amados, estímulos suficientes para salir de casa a conquistar el mundo.
Eran mis padres muy cuidadosos en procurarnos una alimentación balanceada, en medio de las dificultades propias de una familia a que nada le sobraba, pero tampoco, nada le faltaba, de lo que es fundamental para vivir y desarrollarse dignamente.
Alrededor de la mesa, comíamos todo lo que es fundamental para el desarrollo del cuerpo. Aprendíamos a comportarnos. Pero, también, por el amor que nos unía, sentíamos esa ansia de formación espiritual, por la que aprendimos que, gracias a Dios, mis padres tenían trabajo y, nosotros, educación y salud, con un techo que nos abrigaba.
Entendimos la importancia de creer en Dios, como fuente de vida y de amor cuya esencia radica en la caridad y la colaboración desinteresada de todos, hacia todos y a cada uno.
Aprendimos a valorar nuestras comidas y que éramos afortunados, pues muchos niños y niñas de nuestra edad no tenían alimentos para comer ni agua para beber. Sentimos, por esta vía, la injusticia que más tarde encontraríamos en los hermanos débiles y maltratados a los que encontramos en el transcurso de la vida.
Esa sensibilidad social que, gracias a mis padres, quedó sembrada en lo más profundo de mi alma, hizo que, desde muy joven, me sintiera, cada vez, más identificado con los más pobres y humildes. El deseo por reivindicarlos, me llevó por los caminos de la política que, en los años juveniles, me acercaron a proletarios y desposeídos, sin dejar de compartir con los burgueses, pero, siempre sembrando medios para ayudar a los más pobres.
Esa libertad intelectual y de acción que también inculcaron mis padres en esas conversaciones diarias sobre la mesa, me permitieron sentir el apoyo magnífico del liberalismo de mi padre, mezclado con esa preocupación conservadora y prudente de mi madre que hicieron, con la ayuda de mi colegio y la universidad, lo que hoy soy y tanto agradezco.
Fue así, como gracias a ese alimento material y espiritual, alrededor de la mesa, se moldeó mi cuerpo y mi alma.
Ahora, ya viejo, después de tantos triunfos y errores, me siento más cerca de Dios, por la vía de la “opción por los pobres” a quienes siempre estaré agradecido; por tantas oportunidades que me han dado de acercarme y compartir con ellos, respetarlos y darles una mano de ayuda, con cariño y sabiendo que, en medio de sus tristezas y dificultades, está el germen de la alegría que también los acerca a Dios y los engrandece por la vía de sus desdichas.
Ahora, que han pasado los años, doy gracias a todos los que me han acompañado en este proceso que, tomando el título de un libro que tuve oportunidad de escribir, hace muchos años, me anima a decir: ¡GRACIAS A DIOS!