Me sentía muy extraño. Era cerca de las 7 de la noche. Había salido, con mi maleta, una noche Bogotana, tan fría como siempre, en esta ciudad que se encuentra a 2.600 metros sobre el nivel del mar. El destino: una de las fabricas de acero más importantes del país de aquella época. Acerías Paz del Río, emporio económico, resultado de épocas tempranas de industrialización, en un país cerrado al comercio internacional con muy pocas oportunidades de competir internacionalmente.
Industrias como esta, hechas a pulso de emprendedores que, con la ayuda de un Estado protector, se aseguraba el mercado nacional, de manera que, por la vía del monopolio, lograba precios y clientes suficientes para sostenerse y crecer, mediocremente, pues ese proteccionismo hacia que los industriales redujeran su riesgo y no se estimularan a modernizar sus inversiones, hechas con activos, en muchos casos, ya depreciados en el mundo desarrollado.
A estas alturas, yo era un estudiante de ingeniería que se proponía hacer su práctica empresarial en aquella factoría que no sabía dónde quedaba ni cómo se llegaba. Solamente tenía la referencia de que quedaba al norte de la Sabana Cundiboyacense y que, para llegar allí, debía buscar el bus intermunicipal que me llevara a mi destino, sin saber que me enfrentaba al primer fracaso profesional de mi vida, antes de empezar a trabajar.
Los vehículos de transporte ínter municipal no eran tan cómodos como los que hoy existen. Sus sillas eran muy estrechas, sus carrocerías muy desajustadas y la suspensión extremadamente dura.
Este viaje nocturno amenazaba ser muy incómodo. El conductor me habló de un viaje de unas 6 horas.
Estaba muy nervioso. Mi padre, se había contactado con amigo de la empresa, con el fin de que me brindara la oportunidad de trabajar allí. Por ello, llevaba, dentro de mis pertenencias, la carta de recomendación de mi padre, unas mudas de ropa y el dinero suficiente para poder subsistir en medio de limitaciones propias de un hijo de familia de clase media que, por esos tiempos, no se podía dar los lujos de los de hoy.
La clase media tenía, en aquellos tiempos, que hacer malabares para poder subsistir.
Los buses que iban a otras ciudades, hacia el norte del país, pasaban por la carrera 24 con calle 75. Muy cerca de mi casa, que, en aquella época, quedaba en algo así como un suburbio de Bogotá. No había ninguna herramienta tecnológica disponible, para planear la ruta. Por tanto, decidí parar cuanto bus pasaba y preguntarle si iba o pasaba por Paz del Río.
Al fin, después de dos largas horas, uno de tantos buses ¡sí iba para Paz del Río!
Empezaba la primera parte de esta historia que quiero compartir.
El cansancio me invitaba a dormir.
La noche era muy oscura y mientras avanzaba por la troncal del norte de Bogotá, las pocas luces que se veían en la vía, desaparecían lentamente y cada vez eran más escasas por la niebla que empezaba a dificultar la visibilidad del conductor y de los pocos pasajeros que aún no podíamos conciliar el sueño.
Mi pensamiento recorría las historias que en la universidad, en las clases de ciencias sociales, había podido conocer de la industrialización temprana del país a finales de siglo XIX, cuando se desarrolló, en medio de la violencia tradicional de aquella época, la primera red ferroviaria que unía al país con las regiones más importantes del oeste Colombiano.
Empresas como Los Ferrocarriles Nacionales y el Ferrocarril de Antioquia, que luego mantendría su nombre con la comercialización de relojes con su marca, le apostaban a la construcción de una red nacional de ferrocarriles que, guardadas las proporciones, pretendía emular las mega obras que, en este frente, habían logrado los EEUU, en lo que sería una red de infraestructura determinante para unir a un país fragmentado, resultado de una guerra civil, que si bien ganaron quienes defendían los derechos humanos, aún no logra sanar sus heridas.
La noche caía y, al fin, después de tanta ansiedad, empezaba a conciliar el sueño.
Desperté, cuando el conductor del bus anunciaba que nos acercábamos a nuestro destino. El frío era enorme, la oscuridad total y una que otra luz, de los escasos bombillos que se vislumbraban, dejaba entrever las casas muy pobres de una población escasa y muy deprimida.
Una vez el bus paró en lo que podría ser el centro de esta empobrecida población, pregunté al conductor hacia dónde me podía dirigir para llegar a la fábrica de Paz del Río.
Mi sorpresa fue increíble al recibir como respuesta que, si bien, el pueblo en que estábamos era de nombre Paz del Río, la factoría a la que yo me dirigía quedaba en otro lugar muy distinto, a varias horas de este pueblito, en otra población, llamada Belencito. Había equivocado el rumbo por falta de información y por no haber tenido la previsión de confirmar, correctamente, el camino ni el destino de mi viajes.
Debía, ahora, regresar a Bogotá con una sensación de fracaso y vergüenza, al tener que rendir cuentas a mi padre y decirle que había fracasado en mi primer intento profesional de mi vida. No sería la última vez, pero, esta experiencia, aunque derivó enseñanzas importantes para mi vida, en el inmediato futuro, me enseñó que los fracasos pueden significar oportunidades de cambio de rumbo que, bien aprovechados, pueden cambiar los horizontes y mostrarnos caminos nuevos en los que se pueden presentar maravillosas situaciones para nuestro bien y aquellos que nos rodean, siempre y cuando, la mente no se cierre a mirar el futuro con optimismo ni se pierda la capacidad de soñar que es la evidencia más grande de nuestra libertad innata que nos permite realizar los sueños y encontrar nuevas oportunidades cuando todo parece más oscuro.
Como decía un buen amigo: “la noche suele ser más oscura justo cuando empieza a amanecer.”