LA CONFESIÓN
La depresión es, tal vez, el fenómeno que más afecta a los pacientes de cáncer y, en mi caso, no podía ser ajeno a esta afección psicológica que descontrola la mente, entregándola al abandono total, de forma que, ningún control, parece orientar su marcha y los pensamientos se centran en el inexorable final que anuncia el triunfo de la enfermedad y la muerte, sobre la salud y la vida, que no parecen tener sentido en tan tremendo descontrol.
Sin embargo, las circunstancia empezaron a hacerme sentir acompañado de personas que en muchas ocasiones estuvieron cerca de mí y que, por las cosas de Dios, compartían la misma enfermedad que yo sufría.
Unas llamadas telefónicas, por cuestiones de negocios, a personas que siempre respeté, por sus cualidades y realizaciones en diferentes aspectos de la vida nacional, me permitieron enfrentar la realidad que me mostraba cómo se había expandido por muchas partes esta enfermedad.
Alfredo Carvajal Sinisterra me llevó, hace ya varios años, a ECOPETROL. Me ofreció la oportunidad de crear y luego de dirigir la ORGANIZACIÓN TERPEL desde su presidencia. y, finalmente, a la gerencia de una de las más importantes empresas de CARVAJAL S.A., donde aprendí que las personas pueden hacer empresa y lograr que perdure, si viven en ella los valores cristianos que tienen una expresión palpable en el manejo y el empoderamiento del personal.
Gracias a él, aprendí qué se logra en la medida en que se respetan los derechos de los trabajadores y empleados y se incentiva el alcance de los logros organizacionales con un reconocimiento profundo por las capacidades y las realizaciones personales de quienes conforman la organización.
Su trato muy humano y su manera muy especial de exigir, con base en los consejos y recomendaciones propias de quien tiene una larga experiencia empresarial, calaron siempre en mí, de una forma muy especial. Sus consejos y recomendaciones permanecen como huella indeleble que me sirve de guía en todas las empresas, a pesar de las innumerables dificultades por las que he tenido que atravesar.
Cuando escuché su voz por el teléfono, me enteré que estaba próximo a viajar a EE.UU. para continuar con su tratamiento contra el cáncer. Entendí, que uno de los grandes se encontraba en la batalla que, muchos, consideran como final. Sentí tristeza, por quien significó mucho para mí, en oportunidades y enseñanzas, que con agradecimiento perpetuo siempre recordaré. Sin saber qué más decir, decidí no volver a hablar con él.
Rodrigo Lloreda, otro de los grandes, fue para mí un ejemplo de fortaleza, grandeza y responsabilidad con la vida, en la medida en que, en medio de las innumerables dificultades que ocasiona la enfermedad y su tratamiento, mantuvo su condición de luchador desde el Ministerio de Defensa de Colombia. A pesar de las incomprensiones de muchos de los que con él estaban obligados a defender la integridad nacional. El país lo recuerda como el estadista sin tacha y el presidente que siempre Colombia debió tener.
Trabajando en el Grupo Lloreda, lo pude apreciar como persona llena de cualidades propias de quien siempre estuvo ligado a su hogar en su función de padre ejemplar, que se hacía evidente en el aprecio y respeto que siempre le merecieron su esposa María Eugenia y todos sus hijos.
Todos estos contactos con personas que, en algún momento, fueron muy allegadas a mí, a quienes les debía admiración y respeto, me hacían ver, qué tan efímeras son las glorias que presenta la vida, pero también, cómo se enfrenta con altura y con sentido de transcendencia, una situación tan especial en las que las personas se encuentran en el lindero que marca el límite entre la mortalidad del cuerpo y la inmortalidad del alma.
Era posible enfrentar la situación nueva, dándole sentido a la vida, mientras ella se diera, proyectando nuestras acciones en la comunidad a la que nos debemos, para inmortalizar con ellas nuestro recuerdo con el producido de nuestras acciones.
Había un motivo para poner la casa en orden y enfrentar el nuevo reto. Por ello, había que gritar con fuerza: “¡Alma, Calma! “Como me lo recordaba un excelente amigo. Y, para ello, era necesario encontrar un confesor.
El Padre Iván, un viejo amigo de Jorge, apareció, gracias a este, en el escenario.
Cuando fuimos de visita a su casa, conocí a un hombre maduro, con buen físico, una sotana negra, rigurosamente tradicional y bien puesta, a pesar de la dificultad que le significaba vestirla por llevar un brazo en cabestrillo, producto de la fractura de una clavícula y unas cuantas costillas, resultado de su desaforada afición por el ciclismo. El Padre Iván era un atleta extraordinario que, en sus giras más cortas, transitaba fácilmente cincuenta kilómetros por carreteras de montaña y planicies, al mejor estilo de los mejores ciclistas colombianos que, a punta de arepa y agua de panela, recorren las carreteras de esta sufrida nación.
Su estilo paisa, descomplicado y jovial, hicieron click en mí y me dieron la confianza suficiente para hablar con él de los temas espirituales que mi alma acosada necesitaba plantear, pero que no había podido expresar, porque no había encontrado el interlocutor ideal.
El sacramento de la confesión nos brinda, además de la gracia divina, un excelente medio para entendernos a nosotros mismos, en la medida en que hacemos un pare en el camino y exploramos nuestra condición humana con todas sus virtudes y defectos. En cierta forma, podemos lavar nuestra mente, desechando y procurando enterrar nuestros innumerables errores para pulir y resaltar nuestras importantes virtudes. En la medida en que el diálogo se establece con el sacerdote, una sensación parecida a un viento fresco empieza a invadir el espíritu y se siente la renovación del alma que aligera su peso en la medida en que se descargan las culpas.
El efecto de renovación general que se siente al apreciar que es posible, ahora sí, hacer borrón y cuenta nueva, acompañado de la sensación de paz que se aprecia, en la medida en que se establece un diálogo directo con Dios, en el cual el sacerdote es apenas un intermediario, producen un efecto psicológico de tranquilidad y reencuentro con uno mismo que nos dispone a enfrentar con mayor seguridad todas las empresas nuevas o las que en la actualidad se estén manejando, con la plena seguridad de que no hay saldos en rojo en la cuenta, por lo que no hay lastres con los cuales cargar que, en momentos, dificultan la marcha y nos anclan en terrenos difíciles, de los cuales a veces parece imposible salir.
¡Qué importante era haber encontrado el confesor ideal!
En esto debemos fijarnos siempre al aproximarnos al sacramento de la confesión. Pues, en la medida en que se evita el acto mecánico del recuento de los pecados cometidos, y se procura establecer un diálogo fraterno con el sacerdote, entendiendo que, más que un juez implacable, es el amigo que nos lleva como el hijo pródigo al reencuentro con El Padre, se manifiesta, en toda su extensión, la capacidad de amor infinita del Padre para con el hijo, expresada en el perdón y el retorno al seno de su hogar.
Había logrado, al fin, resolver el problema de la angustia existencial que nos invade en los momentos de tremenda dificultad, para tener la tranquilidad suficiente para desplegar la inteligencia con que debía enfrentar los momentos que la vida estuviera dispuesta a entregar.
Ahora debía dar y no exigir el apoyo que mi familia necesitaba.