Capítulo II
APARECE EL CÁNCER
Con un frío que estremecía los huesos, en medio de la soledad que se siente cuando se despierta en un salón blanco forrado en cerámica, donde no se nota el movimiento de ninguna persona, empecé a despertar de tan profundo sueño con la incertidumbre de no tener claro qué ha sucedido ni las circunstancias que en tan primarios momentos me rodeaban. Mi mente empezó rápidamente a recordar los momentos anteriores a la operación y en medio del recuento de todos los sucesos anteriores y la preocupación por saber dónde se encontraban mi esposa y mis hijos, volví a quedarme inconsciente, hasta cuando una enfermera me despertó con un saludo estremecedor y agudo de: ¿Cómo se encuentra, Sr. Trujillo?
Era evidente que me encontraba mal. Sin embargo, lo correcto en esas circunstancias, en las que nada grave se percibe, aparte de la incomodidad de sentirse mareado y algo maltratado, era decir: ¡Bien, muchas gracias!.
Nuevamente, solo en el espacio que tenía reservado en el salón de recuperación, próximo a la sala de cirugía, mientras pasaban los efectos de la anestesia, iba aumentando, poco a poco, el dolor que, en un principio, después de haber despertado por primera vez, era casi imperceptible. Existe obviamente, una relación inversamente proporcional entre la disminución de los efectos de la anestesia y el aumento de la intensidad del dolor.
La conciencia iba tomando posesión, nuevamente, de mi cuerpo, por lo que podía ahora escuchar la conversación de las enfermeras que, como la mayoría, siempre rayan en el límite de la imprudencia. En ese momento, me enteré que algo anormal sucedía, pues, en medio de los cuchicheos, que no eran en voz muy baja, comentaban que al paciente le habían extraído de la axila varios tumores que se habían enviado a patología con la instrucción del Dr. Chala de darle atención inmediata.
La incertidumbre empezó a participar de los diferentes males que, en aquel momento, prácticamente sin anestesia, me asaltaban.
Unas horas después, cuando el frío ya calaba mis huesos, apareció el Dr. Chala, quien con una expresión de confianza en su rostro sonriente, me indicó que habían tenido que extraer varios ganglios que se encontraban en mal estado, por lo que, lo más conveniente, había sido enviarlos a patología; pero que, la operación, no había sido tan complicada como para justificar mi permanencia en la clínica, por lo que era conveniente terminar de recuperarme, unas horas más, en el salón donde estaba, proceder a vestirme y trasladarme a mi casa. ¡Al menos, la operación sí había sido ambulatoria!
Poco tiempo después apareció María Clemencia, mi esposa, acompañada de nuestros hijos: Juan Pablo y Anamaría. Pude apreciar que tenía una hermosa familia. En momentos como este se aprecian mejor todas las cosas bellas y amables que nos rodean y la presencia de la familia, en estas circunstancias, era algo inmensamente reconfortante; por lo que debía dar gracias a Dios por contar con ellos y su apoyo.
María Clemencia ha sido para mí el amor de mi vida. ¡Solo Dios sabe cuánto le amo! Y cuanto he luchado para poder darle todo lo que su afecto y apoyo merece. En ocasiones, le he fallado, pero, su capacidad de perdón, fundado en unas profundas convicciones cristianas, que a todos nos han dado ejemplo, es muestra del amor que ella también me tiene, por lo que siempre estaré reconocido.
Nuestros hijos, nos habían llenado de satisfacciones: participaban de nuestros triunfos y frustraciones, nos llenaban de alegría en el hogar, compartían con sus amigos muchos de nuestros mejores ratos y nos hacían ver con confianza el futuro que ellos miraban con ojos muy jóvenes, llenos de entusiasmo y esperanza.
Sus caras, en el momento de entrar a la sala de recuperación, traslucían preocupación, aunque trataban de estar alegres. Miré a María Clemencia y la vi aún más bonita que de costumbre. Iba acompañada de nuestros hijos. Sentí el deseo incontrolable de abrazarlos y decirles cuanto los quería. Aunque no me comentaron nada respecto de la charla que ya habían tenido con el médico, sus rostros, transmitían el primer comunicado del galeno: ¡Pronóstico reservado!
Conversamos de muchas cosas. De lo contentos que estábamos de podernos ir hoy mismo a casa, evitándonos permanecer en la clínica, con las incomodidades que ello conlleva para quien se siente a gusto en familia y en su hogar. De lo bueno que sería aprovechar la recuperación de dos días para descansar de las jornadas de trabajo que, por la situación económica, se habían vuelto muy duras. De las comidas caseras y apetitosas que con dedicación y complacencia prepararía nuestra fiel empleada Anita quien, por muchos años, con lealtad y dedicación, nos había servido sin escatimar esfuerzos. En fin, de todas aquellas cosas pequeñas que solo se disfrutan cuando se está en el calor del hogar querido.
Los días de descanso en el apartamento, no se dieron al fin, pues, los negocios no se daban con facilidad. Mis días de burócrata en que, como gerente general, podía pasar un día sin hacer negocios y no pasaba nada, ya habían terminado. Ahora, si no trabajaba, no comía y, lo más grave, con relación a los tiempos idos: trabajaba diez veces más y ganaba diez veces menos. El ingreso alcanzaba para lo fundamental, pero no daba para cubrir las deudas y, una pequeña compañía de mi propiedad, mal manejada por su gerente, empezaba a mostrar los síntomas de lo que se convertiría en una quiebra segura.
Así las cosas, llegó el día en que debía asistir al consultorio del Dr. Chala, para quitarme los puntos y conocer el resultado de la patología.
En todo el tiempo que tuvimos, antes de la consulta y después de la operación, nunca tocamos el tema de las posibilidades que pudieran darse con los resultados. Manejamos las cosas como si la teoría del quiste grasoso aún fuera vigente. Pero, en el fondo, cada uno: mi esposa, mis hijos y yo, habíamos hecho un acuerdo tácito de no profundizar en el tema.
El día de la cita con el médico, asistimos María Clemencia y yo. Llegamos cumplidamente a la consulta y la secretaria inmediatamente nos hizo seguir.
El Dr. Chala, siempre atento y muy formal, nos sentó frente a su escritorio y procedió, sin rodeos, a comentar el diagnóstico, comprobado científicamente con la patología: “Jairo, me dijo pausadamente, tú tienes un Linfoma de Hodgkin. En otras palabras: un cáncer que afecta el sistema linfático del organismo y que se encuentra en varias partes del cuerpo”.
Sólo Dios sabe qué estremecimiento corrió por mi cuerpo y la angustia que sentí al ver el bello rostro de María Clemencia profundamente entristecido, tratando de encontrar respuesta a preguntas mudas que ella y yo, en nuestro interior, hacíamos, y que eran siempre iguales:
¿Por qué a nosotros?