Capítulo V
DEL TRABAJO, LOS MEDIOS Y LA AMISTAD
Había que iniciar la rutina de trabajo. La vida, o lo que quedaba de ella, debía continuar.
Iniciar un nuevo día con la carga de circunstancias vividas, poco tiempo atrás, significaba un esfuerzo especialmente difícil de realizar.
Mientras me arreglaba y preparaba lo necesario para desplazarme a la oficina, mis pensamientos se centraban en el significado de la vida y del trabajo.
Trabajamos para realizarnos profesionalmente, para conseguir dinero con que vivir o ahorrar para el futuro, para transformar nuestros esfuerzos en obras que perduren, para ayudar a nuestra comunidad. ¿Tenían sentido estas propuestas, cuando los límites de la existencia, en este mundo, están fijados en una instancia muy corta de tiempo donde la razón de ser del trabajo parece perder toda posibilidad?
El periódico que leí ese día, en contraste con los días pasados, en los que había decidido estar alejado de toda noticia, destacaba los titulares que, en nuestra Colombia, todos los días, desgarran el corazón: sangre, corrupción y sexo, combinada con la más estúpida frivolidad.
El Tiempo, periódico que me nutría con su información variada y, en general, muy bien tratada, mostraba unas nuevas páginas en los avisos clasificados. Fotografías llenas de mujeres hermosas y ansiosas por satisfacer los más morbosos deseos, se combinaban con avisos de servicios sexuales de todo tipo: para homosexuales, lesbianas o heterosexuales; sin preocuparse por el menor pudor, recato o respeto por las personas mayores o menores que, desprevenidamente, toman en la puerta de su casa la suscripción.
El Tiempo, se ha posicionado como el periódico de Bogotá. Siempre había tenido relación con él. Desde muy temprana edad, había aprendido a leerlo. De niño, tomaba ansioso el periódico del domingo, para apoderarme, antes que mis hermanas, de sus páginas infantiles, poniendo a volar la imaginación con historietas como: Tarzán ( el Hombre Mono), el Fantasma, Tom y Jerry, Benitín y Eneas, Daniel el Travieso, Pancho y Ramona, La Pequeña Lulú, y, tantas otras, que nos hacían iniciar el día llenos de optimismo y ansiedad, en espera del encuentro con los amigos con los que, con seguridad, discutiríamos algunos de los temas de tan fantásticas historietas.
La experiencia del encuentro con estas páginas, me sirvió para afianzarme aún más en la tarea que nos habíamos propuesto con Jorge y Regino, de trabajar en nuestro Instituto Latinoamericano de Liderazgo, por promover la implantación de los PRINCIPIOS Y VALORES ORGANIZACIONALES en toda la sociedad.
Había un motivo para vivir el poco tiempo que quedaba y había que poner “manos a la obra”, para dejar la siembra en el camino de la semilla que otros deberían recoger.
Llegué temprano al Instituto, siempre me ha gustado madrugar, producto de la costumbre, de tiempo atrás adquirida, de las tempranas clases de la universidad y, posteriormente, de aquellas épocas, ya lejanas, de trabajo en las plantas industriales de la Organización Corona, donde adquirí mi formación empresarial.
Un Cristo quiteño que estaba en la oficina de Jorge, que siempre me ha fascinado, fue mi primer interlocutor en la soledad del lugar. Su rostro, ensangrentado, reflejaba la angustia producida por la trascendencia del momento, pero, sus palabras, que recordé en medio de la admiración que sentía al contemplarlo, frente a frente, me hicieron ver que la muerte tenía sentido cuando era consecuencia del plan Divino, al cual, la humanidad estaba ligada para su propia redención y proyección sobrenatural.
En medio de esta hermosa contemplación de la figura de Cristo crucificado, por primera vez, empecé a sentir una ligera sensación de paz espiritual que como un viento fresco aliviaba las presiones de los difíciles momentos vividos días atrás. Pude haber durado en este estado mucho tiempo, no sé cuánto, hasta que el ruido de unas llaves que movían la cerradura de la puerta principal de la oficina, anunciaba la llegada de Jorge al lugar.
En general, siempre se presentaba, en las mañanas, con una gabardina color habano, de excelente diseño, que cubría unos trajes sobrios, siempre elegantes y de muy buen gusto. Sus maneras y trato, siempre eran formales y agradables, reflejaba, en ellos, preocupación permanente por servir y escuchar a los demás. Su formación religiosa, combinada con una excelente preparación filosófica que había culminado con su doctorado en esta profesión, le hacía una persona muy versada en diferentes temas y con un altísimo contenido social. Tenía una apetencia muy grande por tratar y estar vinculado con los temas de las comunicaciones, afición muy arraigada que compartíamos plenamente y que nos había dado la oportunidad de conocernos, cuando, desde bandos opuestos, discutimos y tratamos del futuro de la Agencia de Noticias Colprensa, de la que fue fundador y Director.
Su saludo fue cordial. Estaba ansioso por preguntarme respecto de los resultados del examen. Su cara amable, reflejaba la ansiedad de conocer la respuesta. Con voz entrecortada le dije: “Jorge, tengo cáncer”. Su expresión se tornó seria. Se quedó un momento meditando y, sin pensarlo dos veces, tomó un Cristo en plata que tenía en un bolsillo. Lo colocó en mi mano derecha. Me pidió que la cerrara y me dijo: “Confía en Él”.
Aun llevo el Cristo en mi pecho, colgado de una cadena de plata, y su presencia la percibo como un escudo que me defiende de toda adversidad.
Su primera preocupación, fue buscarme asistencia espiritual.
En un Club de jóvenes que colindaba con nuestras oficinas se encontraba un sacerdote que me presentó Jorge y que me atendió inmediatamente. Nos encerramos en una salita y le manifesté mi angustia, producto de la enfermedad y el sufrimiento que sentía al tener que separarme de María Clemencia y mis hijos, sintiendo que no había cumplido plenamente con ellos mi misión. Por primera vez, en mucho tiempo, mis sentimientos se manifestaron en llanto ante otra persona. Aunque recibí con agrado la absolución, sentía que mi relación con Dios la había logrado, hasta ahora, plenamente, en la contemplación del Cristo quiteño de la oficina de Jorge.
Comprendí que la intermediación del sacerdote, en lo referente a la confesión, exige, además del perdón, fundamentalmente: orientación y comprensión. Expresión humana del AMOR DE DIOS.