Capítulo X
RECUERDOS DE LA INFANCIA
Una de las facetas que en las circunstancias de la enfermedad se viven y que, en algunos momentos reconfortan, aunque, en otros, nos llenan de una infinita nostalgia, son los recuerdos de los tiempos idos. La mente empieza a viajar, cuando la enfermedad lo permite, alrededor de lo que fue la historia de nuestro transcurrir por este mundo, creando una película permanente de sucesos que nos hacen, a veces, añorar los tiempos viejos, llenos de personas y sucesos que nos rodearon e influyeron en nuestro desarrollo a través de una ruta que, después de mucho tiempo, al mirar atrás, parece perderse con los años.
Había nacido en un hogar de clase media, como producto de la extraña mezcla entre mi padre, José María Trujillo Arango, formado en medio de un ambiente paisa y campesino, quien supo, con mucho esfuerzo, superar las limitaciones de su entorno natal para llegar a formarse como un excelente empleado del Banco de Bogotá, uno de los más prestigiosos bancos del país; y, mi madre, Beatriz Amaya Díaz, de la más alta alcurnia de la ciudad de Tunja, quien había aprovechado las oportunidades que su padre, mi abuelo, Anacleto Amaya Daza, senador de la República, le había dado, impulsándola a estudiar en Bogotá; al punto de haber sido una mujer muy destacada, no solamente en los estudios, sino en su vida profesional, en la medida en que llegó a desempeñar actividades muy importante en la educación preescolar en Colombia. Le correspondió ser la iniciadora de lo que en Colombia se conoce como los “jardines infantiles”, centros de formación preescolar que marcaron un hito en el proceso de educación de los infantes de Colombia.
Dentro de la modestia propia de las familias de clase media de la época, se vivía, en general, con los requerimientos básicos, sin que nada faltara, pero tampoco, nada sobrara.
En el ambiente del barrio en que crecimos los muchachos de la época, se desarrollaba toda nuestra actividad infantil. Los recursos disponibles para realizar nuestras actividades, eran producto de nuestras manualidades e ingenio: juegos con pedazos de llantas, a los que llamábamos aros, nos permitían manejar todos los tipos de vehículos imaginables, dando ambiente a nuestra creatividad, pero, además, formando nuestro cuerpo con el ejercicio exigente de correr tras las ruedas por calles y avenidas sin descanso; fútbol de potrero con los compañeros de barrio, enfrentándonos a los grupos tradicionalmente rivales o a los compañeros de colegio, donde, las olimpiadas entre varios de ellos, se esperaban con ansiedad, para poder demostrar nuestras habilidades y llenarnos de orgullo por la destreza que mostrábamos en el manejo del balón, tras la codiciada copa de campeones que varias veces pudimos llevar a nuestras aulas.
Los patines, las bicicletas, el basquetbol y muchas actividades de calle como el trompo y las canicas o bolas de cristal, colmaban nuestras actividades recreativas, para formarnos físicamente y prepararnos para la juventud que se aproximaba.
Era la vida del barrio relativamente sencilla, en la medida en que no podíamos dedicarnos a diversiones demasiado sofisticadas, como las que desempeñan muchos de los niños de hoy en día. En las Navidades los regalos de los padres, se brindaban en nombre de El Niño Dios o de Papá Noel y nos llenaban de fantasías que nos daban esperanza de tiempos mejores, por la vía del disfrute de los nuevos juegos que colmaban nuestras habitaciones.
Mi mente empieza a recordar los protagonistas de aquellos tiempos:
Las Rodríguez: María Eugenia, María Elvira y Gloria, hijas de una excelente pareja de amigos de mis padres (Guillermo y Eugenia), fueron mi primera compañía femenina, cuando los ojos de la pubertad aún no se abrían y la inocencia de niño empezaba a presentir la admiración que de grande sentiría por el sexo femenino. María Elvira, con su rostro hermoso, adornado por unos preciosos ojos verdes, fue mi primer impacto de una sensación de amor naciente que, en un principio, nunca pude definir y que me hacía sentir ridículo al percibir sensaciones nunca antes sentidas por el sexo opuesto, cuando las circunstancia de niños, despertando a la adolescencia, nos hacía rechazar tímidamente a las niñas que empezaban a madurar más pronto que nosotros.
El colegio Calasanz, donde transcurrió mi niñez y parte de mi juventud, hasta adquirir mi título de bachiller, me permitió fundar los valores que formarían parte de mi personalidad durante toda la vida. Aquellos principios religiosos y sociales que mi madre, secundada por mi padre, grabó en mi mente, fueron ampliados y desarrollados por un colegio que siempre supo entender nuestro cuerpo y nuestro espíritu, desarrollándolos para formarlos acordes con las exigencias de los tiempos, para resistir las tentaciones que, en el futuro, en los tiempos de adultos, tendríamos que enfrentar con entereza y fortaleza de espíritu.
Mi mejor y siempre buen amigo, Carlos Méndez Álvarez, fogoso como su querida y siempre bien recordada madre, la señora Clara; prudente en la acción como su padre, el señor Méndez; futbolista frustrado. Su compañía ha sido permanente desde los cinco años de edad y, a pesar de las vueltas que el mundo nos ha hecho dar, nunca hemos perdido la referencia ni el afecto de quien considero como el hermano que nunca tuve.
Los compañeros de colegio, de barrio y más tarde de universidad: algunos ya emprendieron el viaje sin retorno de este mundo. Con otros hemos perdido los contactos, pero, en general, mi mente los recuerda con aprecio y cariño, pues, algo de ellos nos queda en la vida, después de relacionarnos y contar con su apoyo y amistad.
Las amigas y las novias fueron muchas, gracias a la fortuna de contar con un grupo de amigos con los que fuimos siempre bien acogidos por las madres de nuestras amigas que, en el fondo, siempre nos vieron como muy buenos partidos, en la medida en que por nuestra cortesía, cordialidad y buen trato, nos destacábamos de la generalidad.
Los amigos, compañeros de aventuras, de fiestas, de juegos y de flirteos amorosos con las niñas del barrio y, más tarde, de la Universidad, permanecen en mi mente de manera imborrable y los recuerdo con mucho afecto y nostalgia: Jorge Padilla, con sus mejores grabaciones de la música moderna de la época; Pablo Zapata, con su gusto, a veces, no muy bien controlado por el trago y su tendencia, producto de tal debilidad, a armar peleas y conflictos, que nunca pasaron de unos cuantos golpes, generalmente mal dados, pero que nos permitían, al día siguiente, jactarnos de nuestras habilidades y triunfos de batallas pírricas con bandas de barrios vecinos que imitaban, como siempre, las costumbres americanas que se difundían en nuestro país con películas como West Side Story, que influyeron, en alguna medida, en nuestros comportamientos juveniles; Gilberto Neira, la “pinta” del equipo, siempre elegante y de buen gusto en su vestir (El Romano y El Plaza eran los almacenes de avanzada en cuanto a la moda juvenil); Alvaro Gómez, con su afición por la construcción de aeromodelos en lo cual, sin ninguna duda, era un campeón, empezaba a mostrar su habilidad por el diseño, que en su carrera de arquitecto, le serviría para destacarse y mostrarse como el mejor (desafortunadamente, contradicciones sociales, generadas por una persistente dificultad económica que acosaba su familia, frustraron los triunfos que, de otra manera, hubieran sido seguros para quien debió ser un triunfador); Eduardo Fonseca, siempre tímido para manifestar sus sentimientos a las amigas que le gustaban; y, tantos otros que sería interminable relatar, pero que conformaron el excelente equipo de compañeros de barrio y colegio con los que pude compartir los mejores momentos de mi niñez y juventud.
Carlos Cerón y Albino Hoyos, en mi paso por la Universidad de Los Andes, fueron siempre compañeros permanentes que apoyaron mis intentos por graduarme como Ingeniero Civil en ella; frustrados, al haber sucumbido al ambiente bohemio que me absorbió al integrarme a compañeros de clases electivas de humanidades que me dieron una visión política y antropológica del mundo, sin la cual, definitivamente, todo ingeniero o tecnócrata queda incompleto para entender su medio ambiente y el conjunto de la humanidad. Allí, se hicieron presentes profesores a los que siempre admiraré y de los que siempre me sentiré orgulloso de haber sido su alumno: Rafael Maya, con sus clases de Cultura Griega; José de Recasens, maestro de la Antropología; Fernando Cepeda, quien afirmó mis sentimientos hacia la Ciencia Política, Carlos Lemoine con su afición por el Cálculo Diferencial; Abelardo Forero Benavides, con sus conocimientos sobre la Cultura Romana; y, otros que marcaron una impronta importante en una mente que apenas si empezaba a saciar su curiosidad de conocimiento en los temas propios de la Ingeniería pero, sobre todo, en lo relativo a: la Antropología, Las Ciencias Políticas, la Historia y la Economía Social.
Una universidad de tecnócratas, cuya visión del mundo permite apreciar su sentido humano solamente como objeto de investigación hacia los mecanismos de manipulación sistemática de los grupos sociales para someterlos al servicio de los procesos que son propios de una economía de mercado, independientemente de las opciones que a las personas se les puedan presentar, no era el ambiente adecuado para compilar el sentido humano de las ciencias sociales y el matemático, preciso y programáticamente sofisticado de las ciencias de la ingeniería. Aún más, cuando el impacto de la problemática social y política de Colombia, circunscrita en el ambiente de descubrimiento de nuevas opciones en medio del contexto Latinoamericano, nos impulsaba a descubrir nuevas posibilidades, como producto de los vientos que soplaban de Europa, en medio de la revolución anárquica de 1968 en Francia y las propuestas del Daniel El Rojo en Alemania. Todo ello, me llevó a comprometerme con la única huelga de estudiantes que culminó con la toma de la universidad en 1971.
Así, me vi obligado a refugiarme y terminar mis estudios de Ingeniería en la Universidad de Santo Tomás de Bogotá, donde la concentración en los temas propios de la carrera; el deseo de culminar rápidamente esta etapa; la ayuda de María Clemencia, quien más tarde sería mi esposa; mis amigos de aquel momento: Jairo Castañeda, Rodrigo López (compañero de increíbles aventuras que son imposibles de contar y que siempre mantendremos como parte de los secretos compartidos de nuestra amistad), Augusto Lozano ( El Maracucho), Carlos Katime, Enrique Acosta, (amigo del alma, hoy participando de la gloria de Dios), Kiko Chams, María Cristina Osorio (a quien debo el último esfuerzo por graduarme) y, en general, el ambiente académico especializado de una universidad, aparentemente conservadora, pero con una visión formativa consecuente con toda una tradición que se remonta al medioevo europeo, me permitieron, prontamente, saborear el triunfo de mi grado de Ingeniero y, posteriormente, un Magíster en Planeación y Desarrollo Económico que empezó a orientarme hacia los temas sociales que marcarían siempre mi actividad empresarial
Siempre es bueno y reconforta el espíritu, en medio de la incertidumbre que se vive por el transcurso de la enfermedad, recordar esas épocas de tiempos idos de juventud, que marcaron, en alguna medida, nuestra vida y personalidad.