Capítulo XI

LA RUTINA

Todas las actividades de la vida de las personas suelen afectarse por la rutina, en la medida en que el espíritu creador se duerme y es opacado por las actividades que, en forma sistemática y, a veces, incluso, sin programación previa, se empiezan a suceder en episodios continuados sin separación de intervalos, que nos animen a descubrir el peligro de no planear, de no criticar, de no visualizar el entorno dentro del cual se desenvuelven nuestras vidas.

En el proceso del tratamiento del cáncer, esta situación suele presentarse, en la medida en que se apodera del espíritu ese ánimo de rutina, si no nos atrevemos a estimularlo con el impulso de la inteligencia que siempre es capaz de sobreponerse a estas situaciones.

En mi caso, las idas a la quimioterapia, los malestares propios del tratamiento y de la situación en la que se desarrollaba el mal, hacía que las cosas empezaran a darse de forma completamente rutinaria, pero, la alianza que empezaba a unirme a Dios, fue el ingrediente que le dio sentido a esta etapa, en la medida en que, la presencia de Cristo en el espíritu de quienes estamos enfermos, nos fortalece y le da sentido al sufrimiento.

Fue así como empecé a sentir la trascendencia del momento, la que tenía que ver necesariamente con el reto de entender la inmortalidad del alma.

Mis profesores de física y de mecánica dirían que la energía no se destruye, simplemente se transforma.

Pues, algo similar y más sublime sucede con las personas. Simplemente se transforman, dejan de ser en este mundo, para empezar a ser en otro más sublime y duradero, o mejor, permanente. Somos espíritu puro, y, en ello, es que somos realmente semejantes a Dios. Estamos en Él y somos parte de su esencia en cuanto hemos sido creados por El, a su imagen y semejanza.

Igualmente, somos creados en libertad, porque es consustancial a la humanidad merecer, en la medida en que los logros que alcanzamos nos realizan como personas, pero, igualmente, engrandecen nuestra condición humana como producto del buen uso de nuestra libertad de elegir. Por eso, del buen uso de la libertad y del alcance de los correspondientes logros, sentimos que son nuestros, producto de nuestro esfuerzo y, por tanto, los merecemos. He ahí el premio al buen uso de nuestra individualidad en medio de un ambiente pleno de libertad.

Pues, en la medida en que estamos afectados por la enfermedad, estamos plenos de libertad de elegir. Podemos optar por el suicidio y quitarnos la vida corporal, para evitar tantos sufrimientos y no enfrentar, hasta las últimas consecuencias, la situación que nos tocó vivir, o, podemos asumir nuestra condición, sin alterar el curso de la vida aceptando las graves implicaciones de tomar la decisión de vivir hasta el último día que nos permita la enfermedad.

Varios de nosotros hemos logrado vencer la enfermedad. Otros disfrutaron de tiempos mejores y luego recayeron en el mal que se convirtió para ellos en terminal. Pero, la gran mayoría, encontraron el camino que evita la rutina, aceptaron su situación y lucharon para mejorar sus condiciones corporales y espirituales. Ellos definitivamente no murieron. Transcendieron al Señor.

Creo que la inmortalidad del alma está estrechamente ligada a la permanencia.

Las almas que han sabido optar por Dios, han escogido retornar al principio de su existencia, a su razón de ser como espíritu Divino, las que no optan por este camino, permanecen igualmente, pero en la oscuridad, inmortalmente frustradas al no poder retornar al Espíritu Divino que las originó. Premio y Castigo Divino, metafóricamente interpretado por la humanidad de diferente manera durante toda su historia.

La rutina suele ser el peor de los estados del hombre: deshumaniza, en la medida en que todos sus actos se vuelven mecánicos y producto de acciones reflejas que proceden más de los instintos animales que se originan en la materia de que estamos compuestos que del espíritu que nos anima y nos da la vida racional.

En la rutina somos como máquinas programadas con un fin específico de mantenimiento sin evolución ni progreso. Estamos condenados a un destino fatal que nos sentimos incapaces de cambiar. Es allí donde se crea el ambiente propicio de las depresiones; donde el alivio se busca en las quejas, las acusaciones, los improperios, las maldiciones, los maltratos y, en muchos casos, se transforma en un odio sistemático a todo lo que huela a humanidad. Es un estado en el que nos vemos tentados a caer quienes padecemos el mal, en la medida en que no nos sentimos capaces de enfrentarlo, ni siquiera, de hablar de él.

Huimos de la realidad que nos circunda e inventamos otra, acomodada a nuestra propia concepción del mundo, para mantenernos aferrados a ella sin cuestionar concretamente nuestra posición.

Manifestamos nuestros sufrimientos, sin comprender que hacemos sufrir a los demás. Nos castigamos como producto de nuestra incapacidad de soportar. Así, hacemos evidente nuestro estado y esperamos compasión.

Contra ella solo existe el antídoto de la Fe. En la medida en que La Fe se da, somos más fuertes. La Fe es la fuente que da vida eterna. La Fe permite que El Espíritu Santo penetre en la totalidad de nuestro ser, para darnos fortaleza y entusiasmo, para reaccionar positivamente ante la presencia de los actos rutinarios que intenten amenazar nuestra paz espiritual.

En la medida en que mi enfermedad iba avanzando, esa paz era mas fuerte y hasta la enfermedad empezó a tener sentido.

Por eso vale decir: “Me atacó el cáncer. ¡Gracias a Dios!”

Jairo