Estamos en una etapa de nuestra historia, en que las posiciones se han polarizado, de manera tan extraordinaria, que olvidamos el año de la Misericordia, al que nos convocó el Papa Francisco.

“12. La Iglesia tiene la misión de anunciar la misericordia de Dios, corazón palpitante del Evangelio, que por su medio debe alcanzar la mente y el corazón de toda persona. La Esposa de Cristo hace suyo el comportamiento del Hijo de Dios que sale a encontrar a todos, sin excluir ninguno.” (Francisco, Papa. “Jubileo de la Misericordia.”)

Estamos tan confundidos y nuestra fe es tan pobre, que actuamos como si fuéramos miembros de la más perversa Inquisición que podamos imaginar.

Atacamos al que es diferente, desconociendo sus más elementales derechos. Le lanzamos piedras a los que consideramos pecadores, como si no fueran nuestros hermanos. Los queremos matar, como en los tiempos de Cristo se mataba a piedra a la mujer adúltera.

“Aquel de vosotros que esté sin pecado, que le arroje la primera piedra.” (Juan 8; 7)

Algunos, actuamos como los viejos fariseos. Asumimos el papel de doctores de la Ley y, como aquellos, nos escandalizamos por todo lo que vemos.

Como sepulcros blanqueados, escondemos la podredumbre que nos carcome por dentro.

“Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, pues sois semejantes a sepulcros blanqueados, que por fuera parecen bonitos, pero por dentro están llenos de huesos de muertos y de toda inmundicia!” (Mateo 23: 27)

Lanzamos juicios y pedimos que se cumpla la ley, olvidando que, para Cristo y su Iglesia, la Misericordia trasciende la justicia de los hombres.

Hay publicanos que, sobrepasando los límites de su autoridad, abandonan su responsabilidades de Estado. No para criticar, sino para atacar y exterminar al que piensa diferente. Se olvidan que el Estado de Derecho, en una democracia, obliga a tales funcionarios, a proteger los derechos de las minorías. Y que la sociedad, gracias a Dios, es diversa y esa diversidad constituye su fortaleza.

Hemos olvidado las palabras de San Juan Pablo II, que decían

«Las ideas no se imponen. Se proponen». (Encuentro mundial de juventudes en España)

Andamos como inquisidores acusando, condenando, maltratando y, en ocasiones, asesinando al que es diferente.

Sembramos odio y traficamos con armas más peligrosas que las que producen daño físico. Son las armas de la oratoria violenta que incitan a las comunidades a incendiar los ánimos, al servido de la venganza y la incomprensión.

Somos Inquisidores. Violentos y sanguinarios. Irracionales e incivilizados. Nos dan la mano, pero eliminamos al que nos la tiende.

Nos hundimos en nuestra soberbia incitada por esos «doctores de la ley» que, con sus posiciones farisaicas, se aterran de los crímenes de aquellos a quienes acusan, olvidando la sangre que contribuyeron a derramar con sus acciones violentas.

Paz . ¡Necesitamos la paz que por tanto tiempo se nos ha negado! Pero, para lograrla, necesitamos que se aparten del camino quienes quieren quitarle a Colombia tan importante oportunidad.

En cuanto a la paz. Ellos, ya hicieron lo suyo y no pudieron. Porque nadie puede dar aquello que no tiene.

¡Apártese y no le nieguen a Colombia y sus futuras generaciones está única oportunidad histórica de vivir en paz!

Para ello, tenemos que aceptar la diversidad de pensamiento y ser capaces de controvertir y proponer nuestra fe a quienes piensan diferente. Pero, ese diálogo, debe estar libre de odios y, lo más importante, quienes lo lideren, deben tener su alma en paz.

De otra manera, seguiremos, cada vez más, hundiéndonos en el peligroso fango de la incomprensión y la no aceptación de otro.

Al final, de tanto odio y soberbia que se opone a la paz, terminaremos con la sorpresa de que otros, hartos de sentirse excluidos, hagan mayoría y, como Chaves, en Venezuela, se tomen el poder.

En ese momento, no habrá comprensión. La sed de venganza acumulada, será la regla, y habremos acabado también con nuestro sueño vivir en libertad y paz

“Y os digo que vendrán muchos de oriente y occidente y se pondrán a la mesa con Abraham, Isaac y Jacob en el reino de los Cielos, mientras que los hijos del Reino serán echados a las tinieblas de fuera; allí será el llanto y el rechinar de dientes.» (Mateo 8: 11,12)