Nos esforzamos en la observación de las políticas. Somos, cada vez, más disciplinados y coherentes. Actuamos, de conformidad con los procedimientos y damos buen trato a las personas que nos acompañan en el proceso. Pero…¡no logramos el resultado esperado!

Esta encrucijada es propia de los administradores que, sin considerar el contexto, su complejidad o su dinámica, se resisten a adecuar sus recursos productivos y el personal que los acompaña en la administración de los mismos a los cambios que son propios de nuestros tiempos.

Cambios acelerados, por la evolución de las tecnologías y los medios de información, que influyen en los grupos de consumidores; motivándolos a expresarse, con base en las nuevas tendencias que los innovadores imponen, para, de esta manera, anticiparse a las nuevas expectativas de los clientes que, saturados por ofertas que se vuelven monótonas y aburridas en muy corto plazo, ansían nuevas experiencias diferenciadoras que les permitan manifestarse como diferentes y destacarse ante el grupo social al que pertenecen.

¿Frivolidades?… Si. Pero, son necesarias, y se deben tener en cuenta, en la medida en que los mercados son el resultado de una cultura consumidora que sigue expandiéndose a pasos agigantados y, querámoslo o no, determina el comportamiento de la gran mayoría consumidores.

Corresponde, por tanto, a los propietarios de los negocios y a quienes lideran su gestión, tener conciencia de ello y actuar en consecuencia, respondiendo adecuadamente  a las excentricidades de este tipo de públicos, con responsabilidad y criterio, tal que, sin confundir los medios con los fines, se logre el propósito de satisfacer la  demanda en sus requerimientos lícitos, sin traspasar la frontera que marca la diferencia con «el todo vale», según el cual, no importan los medios que se utilicen para alcanzar el fin que nos hayamos propuesto.

Siempre, es necesario actuar siendo conscientes del compromiso de cambio social que permite que, también por la vía de los mercados y la economía del bienestar, se logre el desarrollo integral de la persona, entendida como: un balance adecuado entre cuerpo, intelecto y espíritu, que asegure la trascendencia de las personas, procurando desarrollar, siempre, su salud física, intelectual y espiritual, de manera que todo lleve al fin sobrenatural para el que el hombre y la mujer fueron creados.