Hoy es un día gris. Las nubes están a la altura de nuestros ojos y todo lo que vemos parece difuso. En el clima de esta ciudad, tan frío, cuando hace frío; los huesos parecen doler y los movimientos que, para los viejos, ya son difíciles, se hacen aún más difíciles.
Sin embargo, también es un día que invita a olvidar los sentidos y centrarse en las potencias imaginativas que nos llevan a espacios menos próximos que los sensoriales y nos permiten apreciar, con sentimiento y emoción, los recuerdos que permanecen en nuestra memoria; a mirar, con esperanza, una vida que ya parece corta, para la que brilla la belleza de otra que va más allá y que, algunos, niegan, sin comprender lo que se pierden. En la medida en que la buscan con los medios sensoriales y racionales que nuestra pobre naturaleza, tan limitada, permite. Por ello, no la encuentran y, como infantes, niegan lo que no ven o no quieren ver, porque no les interesa o, simplemente, les molesta.
Todo ello se da, por falta de poner a funcionar los medios espirituales de los que estamos dotados que, así como la mente supera al cuerpo; los espirituales, superan las posibilidades físicas y de la razón que no son capaces de ver sino lo que le permite su limitado espacio.
Ese espacio que parece que se amplía con los fantásticos descubrimientos de las ciencias, pero que no va más allá de lo que nuestra especie puede y alcanza, sin el aporte de la espiritualidad que nos conecta con esa capacidad trascendente que, como especie humana, tenemos y permanentemente tendemos a negar, obnubilados por todo aquello que el mundo contiene y no queremos dejar, a pesar de las dificultades que, con frecuencia, presenta y nos impiden despegar para alcanzar «el más allá» que, en el fondo, todos anhelamos.
Es hora de darle la oportunidad al desarrollo de la parte espiritual de nuestra naturaleza humana.
Es hora de dejar de andar por el mundo con un alma atrofiada que no ha podido crecer porque no se lo permitimos, porque no la alimentamos y desarrollamos.
Vivimos ocupados con nuestra preocupación por las apariencias físicas y la utilización perversa de nuestro intelecto que disponemos, con frecuencia, para avanzar por encima del otro: «a codazo limpio», sin el menor respeto por las diferencias y la individualidad de las personas; a las que vemos como obstáculos, cuando deberíamos verlas como oportunidades para avanzar solidariamente con ellas en nuestro propósito de alcanzar ese «más allá», difuso pero cierto al que nos dirigimos.
Solamente el balance perfecto entre cuerpo, intelecto y alma, hace a la persona merecedora de su destino trascendente y, cuando ella es consciente de esto, sus principios y valores se potencian. Su espiritualidad se irradia a los demás como viento fresco que acaricia espiritualmente al otro y la sociedad entera.
Hagamos la prueba. Esforcémonos en ello. En ser personas integrales. Sintamos la renovación interior necesaria para ser mejores y, con solidaridad, ayudar a los demás; para que este camino sea digno sendero hacia la felicidad eterna que solo se da cuando se llega a Dios y somos por Él recibidos, como el hijo pródigo que, un poco lacerado y sediento, es abrazado por su Padre, su Creador, fuente de amor y de verdad.