A lo largo de varias décadas se han ido acumulando subsidios a los energéticos con mecanismos muy diversos. Unos explícitos, otros ocultos. Algunos para la población pobre, otros para los no pobres. Existen subsidios a la demanda y a la oferta; hay exenciones tributarias, rentas de destinación específica, subsidios cruzados y se han asumido pasivos y pérdidas empresariales con recursos presupuestales. Casi todos tienen como notas comunes la utilización de gasto público y la ausencia de debate público sobre su conveniencia.
Subsidiar suscita siempre discusiones. Una escuela de pensamiento, compartida por quien esto escribe, los limitaría exclusivamente a los pobres para que accedan a la salud, la educación, y a los servicios de acueducto, alcantarillado y aseo. Hay, sin embargo, argumentos para extenderlos mucho más. Pero debería existir consenso en que antes de establecer cualquier tipo de subvención se conozcan los efectos buscados, los recursos a utilizar y se discuta su conveniencia ante todo en el Congreso y en foros públicos académicos, empresariales y de participación ciudadana. Y, además, nuevas discusiones periódicas para evaluar los resultados.
El actual Gobierno ha dado varios pasos acertados en relación con los subsidios a la gasolina y el diesel, por una parte avanzando en el desmonte iniciado por su antecesor y en particular al incluir partidas específicas en el Presupuesto Nacional desde el 2007. Esta subvención, oculta por cuarenta años, saltó a la discusión pública sobretodo porque, en el contexto de precios excepcionalmente altos del petróleo en el mercado mundial, sincerar el precio interno ha exigido enorme valor político.
Sin embargo, en combustibles líquidos el favorecimiento tributario a los biocombustibles y la mezcla obligatoria con la gasolina, van en la dirección contraria. Téngase en cuenta que las leyes sobre la materia otorgan discrecionalidad al Gobierno para definir el porcentaje obligatorio de consumo de esos energéticos y que no hay evidencia sólida para afirmar que sus efectos netos son ambientalmente correctos. Por el contrario, académicos nacionales y extranjeros han indicado que para producirlos se generan severos problemas como, por ejemplo, los residuos que exigirán altos costos en los servicios de alcantarillado.
Pero hasta hace poco, las políticas gubernamentales han aceptado sin cuestionamientos o debates la necesidad de apoyar la utilización de tales combustibles. El desplazamiento de tierras para sembrar alimentos con el consiguiente encarecimiento de estos, ha disparado las alarmas y, como anuncia PORTAFOLIO, se está elaborando un Documento CONPES que reexminaría por completo la situación. Es un buen momento para se integren todos los elementos de juicio.
En cuanto a la electricidad, los subsidios originalmente adoptados a la demanda, claramente focalizados a los estratos pobres y financiados con un impuesto nacional complementado con recursos del presupuesto nacional. En un período corto se limitaron en sus montos. Era más que sufriente, pero poco a poco se han agregado subsidios a la oferta con rentas de destinación específica y, ahora, por decreto se obliga a que las tarifas de las ciudades se incrementen para aumentar subsidios a las zonas rurales.
Para las zonas no interconectadas se han destinado sumas considerables prácticamente dilapidados; ahora se está diseñando un nuevo esquema. Con el nuevo marco para las Zonas Francas se permitirá generar electricidad y producir biocombustibles con ventajas impositivas si se obtiene la autorización caso a caso de la DIAN. Por otra parte la generación de energías renovables tiene exención del impuesto a la renta.
Esta superposición de subsidios debería ser analizada públicamente para establecer quiénes y cuántos son los beneficiarios, si existen mejores alternativas, qué costo fiscal tienen y cómo se asignan en la práctica. Una de las razones para que el conjunto de estas subvenciones sea un cuerpo deforme e incoherente como el Basilisco, es la ausencia de un marco que fije reglas generales para la totalidad del sector energético, que impida regulación a la carta con amplio margen discrecional en cabeza del Gobierno.
Por Luis Ignacio Betancur
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