Cuando la opción laboral básica de un país está cifrada en realidades como la informalidad, el subempleo y el físico rebusque, valdría la pena ahondar más en sus consecuencias. De todo tipo: sociales, personales, familiares, profesionales y las que incluyen el establecimiento de un paradigma mental, que termina permeando todas las anteriores.
Para empezar a meterle muela al tema, hay que aceptar la fragilidad de las estadísticas. Si el empleo formal conlleva datos inexactos, difíciles aún de cruzar y conciliar con los componentes de salud y pensiones, por ejemplo, la informalidad si nos deja en veremos. Básicamente porque las fronteras son quebradizas y hay mucha trocha por dónde saltarse la cerca de lo legal. Esta última puede ser manipulada aún dentro de rigores laborales, que se acomodan muy bien a la visita de la autoridad, si la hay, pero que funcionan como letra muerta en la purita realidad.
Ahora bien, hay que deponer el mito que lo informal es asunto de vendedores ambulantes y personas de escasos recursos, y precarias en educación y cartones. ¿Cuántos profesionales están como dice la canción sube que sube baja que baja, cogiendo un poquito de aquí, un contratico allá, un ingreso de más allá, sólo porque el Estado no planifica ni controla el número de egresados y la calidad de su origen y empata el asunto con verdaderas necesidades productivas? ¿Qué hay acerca de la realidad de los mayores que pasan al banquillo después de los 40 porque conseguir trabajo se vuelve otra forma de mendicidad?
En todo caso, para unos y para otros, dispersos en la calle vendiendo chucherías o convertidos en asesores con corbata, el rebusque es la profesión que los hermana. Dada su condición temporal, cíclica, incierta, la gente tiene que habilitarse para hacer muchas cosas. Eso expulsa en la mayoría de los casos la posibilidad de la excelencia y condena a unos resultados de mediocridad, que se vuelve endémica. Hay que terminar rápido para cobrar y seguir con lo que salga, convirtiendo el “se le tiene” en lema de ingenio y recursividad, cualidades que no siempre salen necesariamente bien paradas.
El rebuscador entra por esa vía al imaginario del colombiano tenaz, imaginativo, bueno para todo. Vestidos con ese ropaje nos exportamos a muchos países para encargarnos de los oficios menores, mientras el verdadero potencial que albergamos, que necesita de disciplinas y métodos, y que es imposible de alcanzar sin oportunidades de estudio calificado, se desperdicia en un afán de subsistencia inmediata para pagar el fiado de la tienda o la cuota de la tarjeta de crédito.
El rebusque resulta especialmente cruel con las mujeres. Sobre todo en su condición de madres cabeza de familia, cada vez más alejadas de la posibilidad de establecer uniones estables. Al viacrucis de lograr que los padres de sus hijos se hagan responsables de ellos, tienen que agregar el tener que acudir a la suma de labores como única fuente de sustento. Total: hay una generación de hijos que se están criando solos, sin papá ni referentes familiares, tutelados por la rudeza del barrio o la impersonalidad de los extraños que se agazapan en las opciones tecnológicas.
Ojalá pudiéramos analizar con instrumentos sociológicos veraces, las secuelas del rebusque en la desmembración de la familia, la insurrección juvenil, la delincuencia, la desigualdad y la frustración, ese fardo de conciencia que nos atormenta no sólo como personas sino como país. Pero es que no se puede pensar o lo sacan a uno del Sisbén. Sólo hay que levantarse a guerrear, a regirse por la ley de la selva, a darle a Charles Darwin, todos los días, la maldita razón.
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