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Los colombianos le hemos dado la vuelta al dilema de ser o no ser, ajustándolo a un modo de vida que tiene al país en un estado crítico. Que Hamlet y su calavera se vayan al diablo con la disyuntiva, que nosotros ambiguos y camaleónicos, nos movemos con una fórmula que reemplaza el antagonismo por el conformismo: somos y no somos en una sola. ¿Cómo así?

Tenemos un Estado corrupto, capturado por diferentes sectores y desangrado por la feria de los contratos. Un Estado lento e ineficaz, como se ha visto en el drama del invierno interminable. A las necesidades del siglo XXI les pasa lo mismo que a los autos veloces en nuestras vías: quedan supeditados a la marcha lenta y pintoresca de una carreta animal del siglo XIX.

Que el Estado sea un lastre, no es verídico sólo acá. En su libro “Negar la evidencia”, que Bob Woodward dedica a las mentiras de George Bush, se cita esta misma situación en boca de uno de sus altos funcionarios. Donald Runsfeld habla de “una estructura gubernamental que data de la Era Industrial del siglo pasado”, “una estructura de gobierno que es un rezago de la era pasada”. El Presidente Santos ya vine cargando ese piano desde que irrumpió en los asuntos públicos. Por eso es tan importante la reforma del sector central del Estado. Ojalá  no cambie todo para que todo siga igual.

Pero esa es solo una parte del asunto. Lo cierto es que un candidato o un funcionario arriban a su puesto nacional o local con promesas de honestidad y transparencia, de cambio (ser). Pero vienen encadenados a los intereses de quienes financiaron su campaña o hicieron posible su nombramiento, que les cobran cada peso multiplicado en contratos. Y tienen que pagar (no ser). Los electores quieren sinceramente un país mejor (ser), pero muchos han vendido su voto por un puesto o una coloca, que el elegido tiene ahora la posibilidad de dispensar. La mercancía de la supervivencia se come viva a la utopía de la transparencia (no ser).

Desde esa cima jerárquica comienza a bajar una catarata de malos ejemplos, en los que la doble moral –-como puede denominarse en el lugar común— permea los asuntos públicos y privados. Detesto, abomino y maldigo la corrupción (ser), pero le paso un billete al agente de tránsito y al funcionario, para que me resuelva rápidamente mis asuntos sin pasar por el peaje de la legalidad (no ser). ¡Y, ay, de que me den papaya!

Más simple aún: estoy harto del trancón en la ciudad y le echo toda la culpa a la ineficiencia del Alcalde (ser). Pero cuando me subo a mi vehículo soy un hampón más, violo las normas, atropello las reglas y contribuyo con mi comportamiento personal a la instalación del caos (no ser). Como parte del autoengaño en que vivimos, me justifico y explico que de no hacerlo, me comerían vivo, me arrasarían. Y la ley de la supervivencia, el rigor más básico de las criaturas vivientes, vuelve a determinarlo todo. Todo.

Pedimos a nuestros hijos que no digan mentiras (ser), y hasta los castigamos cuando los sorprendemos en ellas. Y ellos nos miran como farsantes, porque cada día presencian las nuestras y reparan en las que mueven la vida nacional (no ser). No quieren vivir en ese país turbio de los papás mentirosos.

Tal vez por eso somos uno de los países más felices de la tierra. No tenemos compromiso con nada, no defendemos causas colectivas radical y férreamente. Los países que emprenden motivos unitarios y trascendentales, porque saben que no pueden sacrificar a las generaciones posteriores con su indiferencia, sufren, se esfuerzan, tienen una felicidad secreta. Fijan un norte. Las veletas son más dichosas.

¿Históricamente dónde está la causa de la doble faz? ¿Filosóficamente cómo se explica que somos y no somos? Queda la pregunta. Porque éstas son 507 palabras (ser) y miren hasta dónde me extendí…

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