Si la marcha del mundo se asemeja a la tendencia de Colombia, donde hay 98,2 celulares por cada 100 personas, muy pronto cada habitante del planeta tendrá su aparatico. Siete mil millones de habitantes, siete mil millones de móviles. Los niños comenzarán a tener el celular como primer juguete, creciendo significativamente los encantos de la portabilidad y la instantaneidad, y adaptándose a situaciones como el aumento de muchachitos solitarios, mientras sus madres solteras o sin marido, se devanan los sesos para sostenerles el estatus superior en el que nacieron de cuna.
Es inevitable. Pero mientras se acerca ese holograma de ciencia ficción, que se hará realidad en un muy breve lapso de la nueva noción del tiempo que nos rige, sería bueno pensar qué vamos hacer hoy ante el cerco envolvente y temerario que nos tienden los móviles. No quiero que nadie vaya a pensar que soy un troglodita colado en el siglo XXI, atrevido al desconocer sus enormes ventajas. Planteo simplemente que el teléfono celular nos está creando tantos problemas por carecer de una cultura que nos facilite la convivencia con la tecnología, y nos permita impedir que ese medio de comunicación termine siendo una barrera que nos acabe las relaciones más próximas y elementales de nuestras vidas.
Si usted regala un celular a un adolescente (como he dicho, la propiedad del aparato es cada vez más temprana), délo por perdido (al adolescente, claro). Si es más caro y sofisticado, peor (el celular). Entrará en un mundo de mensajes instantáneos ininterrumpidos y contactos del que no podrá escapar. Dormirá con el celular y el día no tendrá principio ni fin, pues quedará imantado en el núcleo de una redada social, integrada por gente que sus padres no conocen ni sospechan.
Salvo la existencia de las cada vez menos sólidas relaciones familiares, el adolescente profanará comidas, vulnerará espacios comunes y establecerá retenes para sus seres próximos, sólo por mantenerse tecleando mensajes incesantes. Usted lo verá riéndose solo, estallando en sorpresivas y frecuentes iras, soliloqueando ante el estímulos de la mini pantalla.
The Wall Street Journal publicó hace poco en el Portafolio, una nota que resumía esa angustia: “Cuando el ultimátum es su familia o su BlackBerry”. Extendía la alarma a todos los integrantes del núcleo, pues, de verdad, este síndrome del adolescente que he descrito, afecta por igual a sus padres y más cercanos adultos. La gente ha terminado por trabajar todo el día, pues donde quiera que esté, cualquier día, el mensaje del trabajo lo alcanzará y terminará chequeándolo en horas de descanso. Y hasta de pasión. Incluso la sexóloga dominical de El Tiempo recomendaba en una de sus calientes columnas desactivar esa vaina (el celular), apagarlo, para que no termine bipiándole en medio de un buen polvo.
Cómo será el agobio, que ya se metieron los terapeutas recomendando “desintoxicaciones tecnológicas”, momentos para apagar esos chécheres y volver a vivir la vida de carne y hueso. Para hablarnos y mirarnos. Tocarnos. Unos momentos, aunque sea 507 palabras.
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