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Diciembre es un mes propicio para observar la definitiva conversión de los individuos en masas, con las características que en 1929 comenzó a definir José Ortega y Gasset manejando una cantidad menor de información que la codificada mucho tiempo después por Alvin Toffler en “El shock del futuro”.

Masas que acuden a su punto fundamental de convergencia (los centros comerciales). Masas frenéticas en el pandemónium de la circulación automovilística agravada por el invierno. Masas de conciertos, de marchas, de celebraciones. Masas, masas y más masas.

Se abalanzan sobre la mercancía de descuento, en orgías como el “Viernes negro” de los Estados Unidos o las promociones de los almacenes latinos, europeos o asiáticos. Entran por tandas contundentes, dispuestas a arrasar con esas prendas en ganga y ponen patas arriba las tiendas. Salir de allí con la máxima cantidad de talegas de marca constituye una suerte de conquista personal, una especie de diploma de idoneidad contemporánea. Compro luego existo.

Y en los centros comerciales, la masa inunda, copa, satura. Ortega la llamó “la aglomeración del ‘lleno’. Las ciudades están llenas de gente. Las casas, llenas de inquilinos. Los hoteles, llenos de huéspedes. Los trenes, llenos de viajeros. Los cafés, llenos de consumidores. Los paseos, llenos de transeúntes. Las salas de los médicos famosos, llenas de enfermos. Los espectáculos, como no sean muy extemporáneos, llenos de espectadores. Las playas, llenas de bañistas. Lo que antes no solía ser problema empieza a serlo casi de continuo: encontrar sitio”.

En el centro comercial, la fórmula parece alquímica: parqueadero congestionado, corredores atiborrados, filas en las terrazas de comidas, toda la familia en un paseo apretado. No puedes detenerte: allá tienes que estar como polilla en llama. Muchas veces se compra poco, se mira mucho, se pregunta bastante y se pierde demasiado tiempo. ¿Pero en qué otro sitio estar? Si afuera llueve, las calles están anegadas, los ríos se desmadran, diluvia.

¿Tienen paciencia las masas? ¿Qué tan lejos están de desbordarse, de romper los límites, de entrar en el caos? Todo parece indicar que se ha suscrito un Manual de Convivencia, como en los colegios, para que no se estutanen, para que la mínima chispa no desate un incendio emocional que termine en asonada. Ni qué hablar de una emergencia, de una amenaza real que obligue a la evacuación, uno por uno, primero las damas, los niños, los adultos mayores, despacio…

Todavía no conocemos en Colombia una noción de masa como la que impera en China, en Japón, en la India. Allá la masa es contundente, inapelable, forzosa. Tu espacio de individuo es mínimo. Tu destino es ser común y corriente, número. Siempre sumas y multiplicas. Nunca divides ni restas.

Aquí hay espacio, aire, lugar. Todavía. Aunque no lo creamos caminando un sábado por un centro comercial imantado, eso no es lo peor que tal vez esté lejos. La población seguirá creciendo, apretándose, rugiéndose. Un día tendrás que defender tu metro cuadrado, volverás a ser bestia.

Y los individuos serán cada vez menos. Porque todo será colectivo, grupal, social. Tienes que ser parte de la red. Ceder a sus reglas. Todo el tiempo digitalizando el bienllamado blackberry, esclavo de los tiempos de otros, siempre informando dónde estás, qué estás haciendo, qué estás pensando, que estás tramando. Todo. Todo. No puedes dejar de hacer colectivo nada, todos tienen que saberlo todo. Ver tus fotos, todas tus fotos, de toda tu vida, de cada-momento-de-tu-vida. Irrespetas continuamente tu “radio de soledad”.

Las nociones de privacidad, de intimidad se evaporan. Las fronteras de tu yo se insertan más en el nosotros. Muy pronto, sólo podrás conjugarte así. Nosotros esto, nosotros lo otro. Si no estás inmerso allí, no existes. Él, ella, tú tampoco valen nada. Sólo operas si eres “nosotros”. Si haces, ves, piensas lo que pensamos nosotros. Y yo no sé si sea bueno o malo. Porque el yo ya agoniza.

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