Siempre será mejor tener un trabajo que pasar los días, los meses, y aún los años, deambulando con una crecientemente ajada hoja de vida, en busca de un empleo, una oportunidad, una esperanza. Pero en la gestación de una rebeldía como la que se vive en distintos lugares del mundo, y de la que hacen parte los estudiantes colombianos –-momentáneamente parados para discutir la reforma— está presente el dilema del trabajo. Es decir, si el empleo representa una condición de vida digna, ejercida en una situación de bienestar, que no arrasa con las otras relaciones fundamentales y los principios del ser humano del siglo XXI.
A medida que crecen las voces de los desempleados en el mundo entero –-una situación que es crítica para cualquier economía y de solución ineludible para todos los gobiernos–, también aumenta una percepción para los empleados. Es la que determina que laborar bajo determinadas condiciones y sobre la base de exigencias que configuran una moderna esclavitud, malogra la ya deteriorada condición humana y contagia de pesar las relaciones familiares, deja en manos de terceros la educación de los hijos, disloca los contactos conyugales y ocupa tirana con labores extras, los espacios otrora consagrados al ocio y al descanso.
Reflexionaba sobre el tema mientras escuchaba en la sede de Uniandinos, una charla de Juanita Méndez Posada, Directora de Recursos Humanos de Novartis de Colombia. La compañía, bajo la Presidencia de María Cristina Álvarez, fue elegida en la lista de Great Place To Work 2010. Y resultó interesante conocer sus esfuerzos y tareas para mejorar el ambiente laboral y la cultura que lo irriga, asentados en su interesante Edificio Verde, con miras a que personas más satisfechas generen la productividad requerida sin sacrificar su felicidad ni postergar su bienestar para la otra vida.
Porque lo cierto es que muchas personas viven amargadas en su trabajo, manteniendo relaciones felinas con sus compañeros, clavando en ellos el diente de su rencor, mientras garras feroces marcan sus espaldas. Su rutina es un crucero diario en busca de la hora de salida y un periplo semanal hacia la quincena y la mensualidad. Otras aparentemente más comprometidas llevan trabajo a sus casas, perseguidas por ese Gran Hermano llamado teléfono celular o computador que las mantiene bajo control.
El trabajo ha tajado sus relaciones familiares. Llegan cansados a la casa, irascibles con sus hijos que encuentran mayores soportes de fraternidad en compañeros o cómplices o en los ubicuos cariños ficticios de las redes sociales. El vínculo conyugal también sucumbe al poder de esa ola, y noche a noche, las parejas conviven en el sueño intranquilo, navegando al vaivén de las cuentas y los piticos incesantes de los aparatos electrónicos que les recuerdan que no están solos.
Los fines de semana se precipitan en el frenesí de una libertad aparente, que se va al traste en lo que se refiere al bienestar, al insertarse en el tráfico vehicular, la congestión desesperante, la marejada humana de los centros comerciales. Si la paga es precaria, sostenerse es una maroma audaz, relacionada con el endeudamiento infinito, cuando no el ejercicio de labores paralelas, que prolonga el ciclo de la ausencia, de la pérdida, del extrañamiento.
Muchas empresas consideran que eso no es su problema. Se apalancan en el principio que no les importa lo que pase a sus empleados más allá de la puerta de la fábrica o de la oficina, pues no van a asumir una paternidad social cuando ya las agobia la imposición tributaria. Dejan las actividades de entretenimiento e incluso las de capacitación en manos de las cajas de compensación. Y allá ellos. Muchas gracias.
Pero el tejido se está rompiendo, a pasos agigantados. Familiar, filial, conyugal, vecinal. Por eso hay quienes proponen una visión holística del ser humano, que no se quita de la piel sus angustias domésticas para entrar impoluto a la empresa, y convertirse en una máquina productiva, insensible en lo personal para enriquecer un trabajo en equipo, solamente concentrado en la única alternativa de hacer plata.
En la raíz de un descontento mundial, está la imperiosa búsqueda de una mejor condición humana. En ella pueden encontrarse dos generaciones: una fracasada, la de los padres, que no pudimos construir un mundo mejor. Y otra, frustada, la de los hijos, a quienes se les vendió la rosca enorme de la esperanza, en la que ya se pierde el tornillo diminuto de la realidad.
(Si el lector considera que los términos de esta nota son una especulación o un devaneo filosófico, le invito a leer las historias de la página WE ARE THE 99 PERCENT, para constatar el drama de esta realidad).
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