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cgalvarezg@gmail.com

Unos meses antes de que se realizara la Feria del Libro de Bogotá, en 2010, leí atentamente un aviso aparecido en El Tiempo. Refería el interés de una editorial argentina por contactar autores en Colombia. A un módulo modesto en un pabellón de Corferias, llevé un libro que tenía interés en que me publicaran. Luego de esperar a otro autor, que resultó un amigo con varios tomos editados, entregué mi texto y di paso a otro escritor radicado en la larga fila. Me fui con la promesa de analizar mi trabajo para su posible publicación.

No volví a saber nada de la editorial. Hasta hace unos días, que mediante un mensaje electrónico, me establecieron una cita. Estaban interesados en la publicación. Cuando acudí, me entregaron un comentario evaluativo que dejaba muy bien parado mi libro. Y también recibí un manual de edición, en el que se proyectaba mi escrito bajo las más excelentes condiciones de manufactura y distribución, absolutamente redituable frente a los 14 millones de pesos que debía entregar para ver 1.000 ejemplares en ese estado de fantasía.

Eso refleja solo una de las muchas facetas que está viviendo la transformación –aunque para muchos es la agonía– del libro, de la lectura y de los lectores. Autores que pagan sus ediciones hay en todas partes del mundo, aunque son pocos los que acarician cifras fantásticas de ganancias. Los otros, los que no pueden porque no, pero tienen el honor de ganar un concurso o ser fichados por una editorial, están viendo reducidos sus adelantos sobre libros no terminados, mientras las editoriales, aunque el 80% de los títulos comprados sigan siendo de papel, están reduciendo sus tirajes (se calcula en un 25% con respecto al año anterior).

Es el resultado de un fenómeno precipitado por la tecnología. La migración de los lectores de impresos a los libros digitales, y la apertura de ese mercado a nuevos compradores, se soporta en muchos argumentos más allá del más bajo costo. Avanzamos hacia un universo en el que todo podrá hacerse a través de la web, almacenarse en la nube y consultarse en cómodos dispositivos con funcionalidades fantásticas, incluidos los que también sirven para hacer llamadas…

Una interesante nota de Jorge Orlando Melo, quien dirigió durante muchos años el templo mayor del libro en Colombia, como es la Biblioteca Luis Ángel Arango, refiere la forma cómo se están cerrando en Nueva York las grandes librerías, las emblemáticas, que como Borders, está liquidando existencias. Junto a la contundencia del hecho económico del libro impreso, está claro que cuesta mucho mantener lectores en el avasallante universo audiovisual. “La lectura lenta, calmada, crítica –-escribe Jorge Orlando–, la lectura de placer, literaria o reflexiva, gasta demasiado tiempo y no tiene los atractivos de la imagen, el cine o la televisión”.

Ese panorama de diluvio puede completarse con noticias como la difundida con el título “Carvajal deja cuatro líneas en negocio de libros”. Nada qué hacer. “La empresa dejará sus inversiones en libros de ficción para adultos, no ficción, verticales de bolsillo y autoayuda y crecimiento personal –-registra la información–, que representan menos del 1 por ciento de sus activos totales e ingresos consolidados”. Decisión obvia cuando una organización está focalizando y progresando en sus desinversiones, pero mala noticia en el contexto de este cambio dramático.

La lectura atenta, y su consecuencia más o menos previsible, que es la escritura idónea –las dos cobijadas por el elemental y maravilloso interés por el conocimiento–, están sufriendo una crisis que nace en las escuelas primarias, atraviesa el mundo del bachillerato y las universidades y se precipita en el océano de los profesionales, a través de un delta de ineptitudes e incompetencias de comunicación. La empresa privada editorial –-a pesar de sus evidentes incentivos– se ampara bajo el paradigma del determinante económico y continuará apretándose el cinturón, agobiada por el costo de los libros impresos, la diáspora de los lectores y la extenuación de las librerías quijotescas y valientes.

Es donde debe aparecer el Estado, con su misión de contener el desastre. Le corresponde incentivar desde la edición de libros asequibles, tanto económica como locativamente, para una gran mayoría de lectores, y la promoción de nuevos autores mediante concursos, hasta el fomento de la lectura, mediante talleres, ciclos, centros literarios u otro tipo de provocaciones grupales. Valen mucho ahí iniciativas como la emprendida por la Ministra de Cultura Mariana Garcés y su equipo de colaboradores, mediante tareas como “Leer es mi cuento”, que hace parte del “Plan Nacional de Lectura y Escritura”. Ojalá se entienda que hay mucho por hacer y por mucha gente, y que resulta francamente vergonzoso tener que trabajar con las uñas, gracias al exiguo presupuesto de esa cartera.

La supervivencia del libro impreso (sobra decir que ya escribí sobre las ventajas y facilidades del libro digital), en un país como Colombia, es un desafío a la tiranía de muchas mediocridades. Frente a este paisaje de extinción, lo cierto es que hay una multiplicación de autores y propuestas editoriales, que difícilmente se pueden absorber si no cambia y se altera el mecanismo. Hay que buscar salidas para que la mengua en el precio de los libros se compense con el volumen de ventas. Hay que hacer alguna cosa. Para que no se extingan los autores, las editoriales, las librerías, los lectores, la lectura. La alegría de leer.

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