Cuando se consideran todas las potencias de Colombia, y claro, de sus habitantes, se suele plantear unos supuestos idílicos que tendrían al país en una situación de real prosperidad para todos.
¿Qué sería de esta nación si no hubiera guerrilla, por ejemplo? ¿Cuán lejos llegaría su economía y qué lugar ocuparía en el mundo, si todos sus procesos contractuales, y los más simples actos de su cotidianidad, no pagaran el peaje infame de la corrupción? ¿Qué tan distinta sería la vida de tantas comunidades si no existiera esta geografía feroz, sobre la que ensaña la crueldad del invierno?
Por ese mismo tamiz de los ideales pasan la ausencia de paramilitares y bacrim. La organización eficiente del Estado y que el papeleo no se erigiera como un tormento diario para el ciudadano y su tiempo y su bolsillo. Y tantas y tantas conjeturas felices, que desearían quitarle al país desde los vicios de su idiosincrasia hasta las pestes de la gestión sórdida.
Pero hay un planteamiento que se suele evadir: ¿cómo sería Colombia si no tuviera política, esta “política”, si pudiera vivir un solo día sin su clase política que es la élite que controla el Estado? Como señaló Alberto Casas en su más reciente columna de la revista Bocas, “difícil una actividad más desacreditada”. Por la vía de las encuestas y de sus comentarios diarios, la gente repudia a los partidos políticos; deplora la existencia de los personajes “políticos” a los que siempre asocia a la corrupción; y asume como una desgracia patria su existencia cancerígena.
La política nuestra se define en el diccionario de las ciencias ocultas. Los partidos políticos agonizan estragados por el veneno de los intereses particulares. Un hombre como Enrique Peñalosa debe declararse “cadáver político”, difunto en la mañosa vida política nacional. Los jóvenes no quieren saber nada de esa política, ni de esos “políticos”, más empeñados en puntear los sondeos de popularidad, que en tomar las decisiones de interés público que necesitan el Estado, los departamentos, los municipios, una nueva sociedad del siglo XXI, la derrota de la adversidad.
Sin esa “política”, que hemos asumido, tristemente, como un karma o un destino manifiesto, en realidad sí tendríamos otro país. Más transparente, menos turbio, más eficiente y próspero. Con una agenda informativa diferente, donde “la cosa política” no fuera chiste ni chisme, ni el titular obligado de la primera página. Volverían a tener sentido las promesas, valor la verdad, entereza el compromiso y consistencia la palabra dada. Dejaría el ciudadano de sentir que mantiene con sus impuestos y contribuciones a una clase parásita, que medra en la sombra de las cuentas anónimas, del presupuesto escamoteado.
Pero también los políticos son conscientes de su propia decadencia. De su pérdida de estatus en el imaginario de la confianza y de la honradez. La elección del joven Simón Gaviria como Jefe Único del Partido Liberal busca exorcizar esa desgracia, lavar con una figura pulcra y sin antecedentes penales toda su mala imagen. Vestirse con otro traje para encarar el futuro.
¿Cómo sería Colombia si no tuviera política, si pudiera vivir un solo día sin su clase política que es la élite que controla el Estado? Interesante supuesto. Un ejercicio de esperanza que está lleno de deseos.
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