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El viernes 28 de octubre a las siete de la mañana, me crucé con un vehículo cuya conductora estaba vestida como pasajera de una calabaza – carroza, como si fuera rodando en un cuento de hadas. Es posible que por mirarla engalanada con un vestido de fantasía, que la asemejaba a “La bella durmiente” o a “La cenicienta” –-dos personajes que nunca que podido diferenciar– no reparara en el cochero, en los caballos fulgurantes, en el hálito mágico que envolvía el desfile.

Me sorprendí. Faltaba todavía un día para llegar a la gran fiesta de los disfraces nacionales: las elecciones. Esa celebración en la que los candidatos se visten de otros seres, de distintos personajes, para que los ciudadanos los favorezcan con sus votos. Se atavían, hablan, prometen, gesticulan y se encarnan en el que querrían ser o en el que quisieran que aceptaran los votantes. Pero una situación me aterrizó en la realidad.

Comenzaron a brotar por las calles, en las oficinas y comercios, silvestres Dráculas, candorosos supermanes, sensuales reinas de corazones, conejos de rabito y conejitas eróticas, una variada fauna y una multiplicada flora de personajes apócrifos. Parecía como si el cine, la televisión, los dibujos animados y las mangas se hubieran emancipado de su ficción y hubieran emprendido una cruzada por ser realidad, materia, historia cotidiana.

Yo simplemente estaba vestido de mí mismo, disfrazado de este ser en el que me resguardo para vivir, al que desconozco en sus itinerarios más habituales y que me sorprende en sus reacciones más crueles. Y de repente él y yo estamos rodeados de personas imaginarias, sentados a la mesa con los picapiedra o la familia de los magníficos, al lado de una dama y un caballero tan antiguos como la costumbre de negarse – ocultarse a uno mismo.

Entonces pensé que esa mascarada en la que miles de adultos y niños se comprometían por aquello que fuera Halloween, debería ser convertida en una fiesta ciudadana. Tal vez ahí esté el carnaval que necesita Bogotá, y que no sustituyen ni reemplazan los eventos al Parque o la Caminata de la Solidaridad. ¿Por qué no instituir un día de octubre que sea la fecha de los disfraces, y el comercio se extienda hasta medianoche, y haya desfiles y comparsas, y mucha gente escondida tras un personaje de antifaz, de máscara o maquillaje?

Mientras corría el día y se anunciaba la noche fui comprendiendo que disfrazarse es un acto de valor. Como desnudarse, refugiarse en una apariencia extraña, y sin embargo tan cerca de uno mismo, nos demanda resolución y arrojo. Sólo de esa forma resultamos veraces, y no nos antojamos como seres desmañados, reyes de burlas, espantapájaros.

Esa noche soñé con una ciudad de carnaval como Venecia. Todos estábamos disfrazados, enmascarados, antifazados. Éramos superhéroes, vampiros, animales de historieta, princesas… Éramos los que queríamos ser. Por una noche. Para una persona. Para todos. Y le dije a ese personaje que soy yo que se durmiera, con la esperanza de despertarme al lado de mí mismo y no sentirme un extraño.

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